ENCUENTRO PRIMERO: El Lector: Construcción, modalidades y tipologías
RESUMEN
El papel del lector en la organización del texto. Se consideran tres formas posibles de participación del lector: a. el lector construye al texto que lee; b. el texto leído construye al lector; y/o c. el escritor construye al lector.
«El lector es un conjunto de condiciones de felicidad»
Umberto Eco
«Un puente es un puente con un hombre arriba»
Julio Cortázar
Cuentan que en Sudán se establece un rito cada vez que el narrador va a hablar; el narrador dice:
—Voy a contarles un cuento.
A lo que los asistentes, infaliblemente, contestan: — ¡Tamun! (quiere decir:¡claro que sí!).
El diálogo prosigue:
—No todo es verdad.
—¡Namún!
—Pero no todo es mentira.
Es decir: los que van a escuchar saben que entran, de esa manera, en un ámbito fuera del tiempo, fuera de lo real, y que eso implica aceptar una suspensión de la realidad, y acatar otras reglas que no son las del mundo físico concreto en que viven. Los oyentes se vuelven cómplices del orador. Así los lectores, también, cuando toman un texto en sus manos. Quizás el ejemplo más claro (y el deseo de todo autor, sin dudas) sea el planteado por Calvino en el cuento «La aventura de un lector», donde el personaje se resiste a la seducción de una bañista pues «mientras pudiera, quería seguir adelante con la lectura. Su temor era no poder terminar la novela: el comienzo de una relación de verano podía significar el fin de sus tranquilas horas de soledad, un ritmo completamente diferente que se adueñaba de sus días de vacaciones; y ya se sabe que, cuando uno está completamente enfrascado en la lectura de un libro, si tiene que interrumpirla para reanudarla al cabo de un tiempo, casi todo el gusto se pierde: se olvidan muchos detalles, uno no logra entrar como antes» (Calvino, a, 111-112).
La lectura no es un hecho natural, como “ver”. Requiere de un proceso mental, es un producto social, está ligada a la civilización y a la cultura. Por eso leer es difícil, exige un esfuerzo, y supone en el lector una cuota de conocimiento, una competencia, que le permita entender lo que lee, procesarlo, y utilizarlo luego en consecuencia. Por eso leer es participar: se participa de un juego, de una idea, de un proceso. Es un hecho activo, no pasivo. Para algunos incluso (quizás más todavía en esta época) constituye «un acto subversivo» (Pennac,13).
En la relación escritor-texto-lector existen tres figuras posibles que no necesariamente se dan por separado; de hecho lector y texto se construyen mutuamente, en una ida y vuelta, pero para el caso que nos ocupa vale la división:
El lector construye al texto
El texto construye al lector
El escritor construye al lector
A. El lector construye al texto
Lector y escritor van juntos. No existe uno sin el otro. En cierta medida leer es escribir, como sostenía Barthes, y es también hacer, como sostiene Jitrik ya desde un título, Cuando leer es hacer. Hay, así, un acto, una voluntad, y una construcción de una esfera lúdica, de sentido, por parte del lector. Yo como lector acepto construir un mundo que la lectura me sugiere. De allí que haya tantas posibilidades de lectura para un mismo texto como lectores existen. Es lo que plantea Borges en «Pierre Ménard, inventor del Quijote»: al leer se reelabora la propuesta original del escritor, se potencia, se la vuelve activa, gerundio. «Somos nosotros los verdaderos Pierre Ménard de Borges; nosotros, quienes las hacemos (a las obras) nuevas en la lectura», afirma Tacca (p. 9). Así, «con cada acto de lectura y con cada lector surge para el texto una situación distinta. (...) De esta manera ocurre que la experiencia estética, que tiene lugar con esta actividad de cooperación, surge a partir de una relación de la realidad del texto con la vida extratextual de todos los días. La labor de constitución que realiza el receptor se apoya y configura en la referencia con los problemas de la vida diaria» (Acosta Gómez, 168-169).
De acuerdo con lo anterior el lector lee desde un posicionamiento determinado por el medio y sus circunstancias, hay que reconocer que el autor también escribe determinado por su propio medio y sus propias circunstancias. La situación de la producción del texto determina al autor, y la situación de la recepción del texto determina al lector (Spillner, 110). El texto será reelaborado desde esa situación de recepción en que se encuentre el lector en el momento de la lectura.
Entonces hay tres buenos ejemplos que señalan las particularidades del lector: Berti, como lector de Hawthorne, hace una reelaboración y escribe la novela La mujer de Wakefield, que coquetea con el cuento y algunas ideas de Hawthorne y es, además, un texto nuevo, que Hawthorne no imaginó y que completa al cuento original al funcionar como un reflejo especular: Hawthorne narra desde el punto de vista de Wakefield, y Berti desde el punto de vista de la mujer de Wakefield.
El segundo ejemplo es el de Shields, en El misterio de Mary Swann: en un simposio sobre literatura han desaparecido los ejemplares del libro sobre el cual versa, justamente, el simposio, y los asistentes deben apelar a su buena o mala memoria para recordar los poemas. Como sólo recuerdan palabras o versos incompletos, el resultado final se asemeja a un Frankenstein literario que en nada recuerda al libro robado. Y como Shields en ningún momento presenta alguno de los poemas tal cual fuera escrito por Mary Swann, el lector permanece perdido en la “oscura selva” de la verborragia académica, sin asidero que le permita, siquiera, saber qué escribió la difunta Swann. Toda ironía sobre los congresos de literatura no es casualidad, en especial porque Shields sabe de qué escribe: es catedrática de literatura en la Universidad de Manitoba, en Canadá.
El tercer ejemplo es el de Saramago en Historia del cerco de Lisboa, en donde el corrector de pruebas de una editorial, al revisar el texto de un libro, decide cambiarlo, provocando una nueva “Historia” de Portugal. Es decir, el personaje, desde su lectura, genera (casi) una ucronía.
De esta manera en los tres casos la figura del lector es más importante que la del escritor, porque es el lector, en definitiva, quien va a darle sentido o no a un texto, quien colabora en su construcción (Berti), su fragmentación (Shields), o en su modificación (Saramago). Bien mirado, no obstante, los tres son casos de construcción: en todo caso el escritor sólo elaboró una versión de las múltiples posibilidades que tenía, abrió el juego, pero es el lector quien elige leer y, al hacerlo, selecciona una posibilidad. Y es ese lector quien puede multiplicar un mismo texto en infinitas posibilidades: con cada nueva lectura el texto se expande y “dice” cosas diferentes. Roa Bastos sostiene, así, que «un lector nato siempre lee dos libros a la vez: el escrito, que tiene en sus manos, y que es mentiroso, y el que él escribe interiormente con su propia verdad» (p. 159).
B. El texto construye al lector
Según Piglia postula otra característica del lector, que supone también un acto participativo, aunque de orden diferente: «El lector ideal es aquél producido por la propia obra. Una escritura también produce lectores, y es así como evoluciona la literatura. Los grandes textos son los que hacen cambiar el modo de leer» (Roca, 77). Es decir que no sólo es el lector quien le da sentido a una obra con el acto voluntario de la lectura, sino que hay ciertas obras que moldean al lector para que las entienda. Se establece así una ida y vuelta, que bien puede generar una retroalimentación ascendente.
No todo libro tiene lectores cuando se publica, así como no es lo mismo leer un libro en el momento de su publicación que leerlo décadas más tarde. Hay libros que sólo se comprenden tiempo después de haber sido publicados, como ocurrió con el Ulises de Joyce y En busca del tiempo perdido, de Proust. Lo mismo puede decirse de las novelas de Kafka, que se conocieron gracias a Brod, cuando el autor ya había fallecido. Y esto cabe no sólo cuando se trata de una misma obra leída por diferentes lectores, sino por una misma obra cuando es leída por el mismo lector pero en diferente época (Wellek y Warren, 173): nadie se baña dos veces en el mismo río, y nadie lee dos veces el mismo libro. El lector cambia, y cambiará, por ende, su apreciación del texto. «De este modo, cierta forma de ver o de interpretar, asumida en una época o propia de un conjunto de sujetos por razones de cultura, de clase o de generación, da lugar a tipos de lectura, en el sentido de sistema de leer o de lo que se busca en un texto, vinculados también a la eficacia en la producción de conocimiento» (Jitrik, 45).
Estos libros han exigido cierto tipo de lectura, es decir, cierto tipo de lector, que no existía en la época en que fueron escritos. Es posible que tanto Joyce como Proust o Kafka imaginaran un lector que aún estaba por formarse, y contribuyeron a esa formación desde el texto. La retroalimentación fue clara: estas obras enriquecieron a la literatura por plantear algo nuevo, y para que eso nuevo pudiera comprenderse formaron lectores, que a su vez enriquecieron a la sociedad y, por ende, a los futuros escritores. Los futuros escritores tenemos entonces la posibilidad de crear obras nuevas para enriquecer a la literatura. Se ha dado un paso adelante, una vuelta en la espiral ascendente. Esta evolución supone, entre otras cosas, la pérdida de la inocencia por parte del lector. El lector se vuelve “avisado”, participa de guiños, se vuelve más cómplice del autor. En otras palabras, aprende a jugar.
C. El escritor construye al lector
La escritura posee una connotación social, es un hecho que comunica. Pero como bien hace notar Calvino, no se escribe para un lector determinado, sino que se «escribe para los unos y para los otros. Todo libro (...) es leído por sus destinatarios y por sus enemigos» (Calvino, b, 184). El lector que se tiene en mente cuando se escribe es entonces un lector ideal, abstracto, suerte de alter ego del mismo autor, que proyecta sobre ese “lector ideal” sus mismas apetencias literarias y sus mismos conocimientos. Aunque Calvino se encargue de precisar que se debe presuponer un público más culto, más culto incluso que el escritor. Que dicho público exista o no carece de importancia. El escritor le habla a un lector que sabe más que él mismo, fingiendo saber más de lo que sabe para hablarle a alguien que sabe todavía más. La literatura tiene que jugar a la alza, apostar al encarecimiento, doblar la apuesta (Calvino, b, 184).
Un aspecto importante en la relación escritor-texto-lector es el de las estructuras de poder, que son las que pueden crear formas o modelar ciertas características o conductas sociales, como “gusto”, “moda” o “canon”. El poder en relación al lenguaje fue señalado hace ciento treinta años por Carrol a través de su personaje Zanco Panco, cuando le dice a Alicia que no importa el significado de las palabras, sino lo que él quiere que signifiquen.
Este concepto de poder, entroncado con el sistema de valores que posee una sociedad, a su producción de conocimiento y, por ende, su cultura, es quien va a modelar el lenguaje y las apetencias. Y no se trata necesariamente de un poder totalitario, sino de algo más sutil: todo lector lee desde un posicionamiento que quizás no conoce, pero que existe, es real y le hace ver (leer) el mundo de determinada manera.
Jitrik establece tres tipos básicos de lectura, que suponen otros tantos tipos (o conductas) de lector: 1) literal; 2) indicial y 3) crítica. Cada una de estas lecturas es más profunda que la anterior, de manera que la lectura de tipo literal es superficial y meramente informativa; en la del tipo indicial se intuye una trama de mayor complejidad, aunque el lector no se adentra en ella; y la lectura crítica, a la que «se debería tender de modo que llegue a ser la lectura de todos» (Jitrik, 60), con la cual la complejidad del texto es puesta en evidencia, es analizada, reelaborada y asimilada por el lector.
Conclusión. Es el lector quien elige, una vez más. Y lo hace sabiendo que participa de un juego: el escritor propone, pero el lector, que acepta o no el juego, dispone. Quien lee sabe que asistirá a una mentira, pero acepta el desafío de dejarse engañar y simula que cree en la historia que le están contando. Mientras dura el texto dura el sortilegio, la realidad se suspende y el lector se vuelve también actor, personaje de la historia que lee. La realidad real se imbrica con la realidad de la ficción, y el lector, que al elegir leer inicia el camino lúdico, es juez y parte. El juego termina (y recomienza) en el final del texto, cuando el círculo se cierra a la espera de una nueva convocatoria de lectura. En esa sístole y diástole se desarrolla la actividad de escritura y lectura, como dos pulsiones diferentes pero siempre complementarias.
Bibliografía
1. ACOSTA GÓMEZ, Luis A. (1989). El lector y la obra. Teoría de la recepción literaria. España, Gredos, 1989.
2. BARTHES, Roland (1966). Crítica y verdad. México, Siglo XXI
LECTURA Y LITERATURA JAVIER NAVARRO
RESUMEN
¿Qué es leer? ¿Puede enseñarse la literatura? ¿Cómo? ¿Tiene la epistemología algo que decir con relación a la teoría literaria, o es una mera moda pedante y fastidiosa?
En ninguno de los niveles de la enseñanza nacional se ha reflexionado sobre estos problemas, ni sistemática ni asistemáticamente, ni poco ni mucho, en cambio, sin ninguna racionalización, es decir, irracionalmente, se da por sentado que la literatura puede enseñarse, que leer es una simple técnica neutral y un oficio fácil y que la literatura es lo mismo que su teoría. He aquí una posición epistemológica ingenua, en otros términos, propia del sentido común y la banalidad.
Los problemas que suscita una teoría de la lectura y de la enseñanza no pueden desligarse de una toma de posición epistemológica, vamos a hablar primero de esos fenómenos cotidianos: el acto de leer y la enseñanza de la literatura como de experiencias que requieren ser descriptas desde diversos puntos de vista. La política, el psicoanálisis, la pedagogía, la lingüística, la semiología, etc., nos permitirán quizás pensar lo impensado, antes de proponer estrategias. ¿Es la lectura de un texto, y específicamente de un texto literario, una mera técnica más o menos burda, más o menos sofisticada, incluso perfeccionable (técnicas de lectura veloz) como nos lo propone el sentido común y como lo hemos creído los maestros durante muchos años? Indudablemente, para una buena lectura debe existir un buen manejo técnico, entendiendo por tal la habilidad para manipular el material que se presenta a los ojos del lector. Pero esta habilidad no es meramente mecánica, y no se incrementa por la simple repetición. Se puede leer a diario y leer mal durante toda la vida. Es posible que en el momento en que se aprenda a descifrar el alfabeto, se esté comenzando paradójicamente a entorpecer el proceso de lectura y se esté iniciando al niño en todos los vicios propios del lector adulto medio.
Muchos de esos vicios persistentes obedecen a atrofias de la habilidad técnica (lentitud, lectura de palabra por palabra, pobreza de vocabulario, incapacidad para comprender, etc.) pero pueden obedecer también a atrofias de la habilidad simbólica. No solo en el sentido literal de incapacidad para entender los símbolos, sino también y, especialmente a la incapacidad manifiesta del sujeto para ubicarse a nivel de sus fantasías inconscientes en un mundo de signos del cual él también forma parte puesto que lo constituye como humano, pues toda la cultura es significante. Esta incapacidad "simbólica" que es además, incapacidad de simbolización no es una deficiencia psicológica individual, sino más bien, una estructura de relación frente al lenguaje, de la cual difícilmente se escapa, y hace que casi todos nosotros nos contentemos con las lecturas más simples, puramente denotativas, salvo en los escasos momentos en que nos queremos convertir en lectores "serios", y aún en este caso, a cambio de la denotación solo encontramos muchas veces la confusión y el aburrimiento.
En primer lugar, para que la lectura sea provechosa es necesario desacralizarla. A la lectura hay que pensarla en relación con lo que se lee, con la calidad de las obras leídas. La lectura no es algo por sí mismo bueno, ni una actividad santificadora. Puede ser incluso un medio de alienación más, como la televisión o cualquiera de los medios masivos de comunicación. Podemos incluso hablar, matizando el término, de "alienación" en el sentido psicológico y hacer depender la afición desmedida por la lectura de un factor neurótico. La adicción por la lectura, casi siempre indiscriminada y superficial es una dependencia psicológica y, para no ser severos, en el mejor de los casos, la podríamos comparar con una manía clasificatoria o coleccionista, aunque no siempre el comprador de libros es lector consumado
En segundo lugar, es preciso ligar la actividad intelectual que implica el proceso de leer con el Deseo, con una actividad que no se agote en la repetición, con el goce de descubrir lo misterioso y enigmático. El verdadero deseo de leer "es deseo de violar lo oscuro, deseo de poseer un secreto, de estar en condiciones de ejercer por sí mismo una transformación de lo inerte.
Un deseo de leer que no sea pues un mero deseo obsesivo, una producción intelectual en la que el deseo escapa a la represión y a la compulsión de repetición, en otros términos, la lectura como goce de los sentidos latentes, como reescritura del significante en lo simbólico y por ende como trastorno de la relación imaginaria. El artista, el científico, el filósofo, en su trabajo ejecutan esta transformación constantemente: son productores de sentido, no obsesivos.
El lector se encargará de rellenarse de conocimientos y de placeres mentales. No es cierto. Debemos rechazar la mentira de la lectura fácil. Leer no es asentir, es imaginar. La lectura no debe ser un aburrido hábito, una sosa costumbre ‑aquí preferiríamos la palabra vicio, también inadecuada, pero más ligada al goce y a la transgresión‑ sino más bien una pasión y un juego. De esa manera queremos cuestionar la oposición entre lo fácil y lo difícil.
La oposición existe y a nivel ideológico puede ser útil. En la vida diaria hay cosas más fértiles que otras. Caminar un kilómetro es más fácil que caminar veinte. Leer el periódico es más fácil que leer la "Lógica" de Aristóteles. Sin embargo, los dos tipos de "facilidad" no son comparables. En el primero, la dificultad radica en el desgaste de energía física, en la pereza corporal en el cansancio. En el segundo caso, se trata de "complejidad"; pero la lectura del periódico puede también llegar a ser muy compleja si no nos limitamos a un mero deambular denotativo sobre el discurso periodístico. Una lectura semiológica convertiría la prensa diaria en una generadora de mensajes de una complejidad igual o mayor a la de la "Lógica" de Aristóteles. Pero esta misma lectura semiológica puede reducir la dificultad de la lectura del filósofo proporcionando las claves de sus "sentidos". Así las nociones de "fácil" y "difícil" funcionan en la vida ordinaria con relación a un modelo de "inercia". A mayor gasto de energía y movimiento más dificultad. Todo aquello que patrocina la inercia corporal y mental es denominado fácil. Pero no siempre es más fácil recorrer un kilómetro que veinte. En un partido de fútbol en el que ‑el jugador invierte una energía considerable, y en el que recorre muchos kilómetros, consideraría dificilísimo dejar de jugar solo por el hecho de que ya ha recorrido un kilómetro. Con un ciclista y un niño sucedería algo parecido. Hay personas para las cuales la lectura del periódico es un tormento, un derroche Innecesario de tiempo, una aburridora y monótona costumbre, mientras la lectura de un clásico de la filosofía es una pasión inmensa.
Existen por lo tanto dos factores: la relación con un código, por un lado, y la relación con el afecto, con una pasión, con un deseo. Si faltan los dos todo es difícil, si falta uno de ellos, la dificultad persiste aunque quizás mermada.
Esto nos invita por una parte a pensar en la manera como están hechos los códigos y por la otra, en el "interés" que despierta en el sujeto un código determinado, o, lo que es lo mismo, la cantidad de "libido" que puede dedicarle.
Los códigos más simples están construidos por pares de oposiciones, es decir, por elementos que se contraponen, muy limitados en su número, y por lo tanto en la posibilidad de sus combinaciones previstas y no previstas. La complejidad del código aumenta en la medida en que aumenta el número de elementos y por tanto el número de combinaciones previstas e imprevistas, haciendo que las reglas que delimitan su uso tengan cada vez más precisiones, salvedades y determinaciones. En el juego de cara y sello es casi nula la probabilidad de un imprevisto, pues sus elementos son dos que se excluyen mutuamente. Casi lo mismo sucede con los juegos de dados aunque las posibilidades previstas aumentan consideradamente . En los códigos propiamente dichos como el código de la lengua la posibilidad de combinación es ilimitada y los imprevistos infinitos. Esto hace que la "gramática" o reglas de esas combinaciones sean compleja, y que requiera más tiempo para su comprensión.
La lectura de un texto literario implica el conocimiento de esa compleja gramática de la lengua (en el sentido chomskiano el conocimiento de la gramática es inconsciente), el conocimiento de la "gramática" literaria (en el sentido empleado por Todorov cuando habla de la gramática del Decamerón) y el conocimiento de las posibilidades imprevistas en el código de la lengua ordinaria, de las transgresiones de ese código en los niveles fonético, morfosintáctico y semántico. Esto quiere decir que el texto literario trabaja con códigos (la lengua, la ideología) y destruye códigos produciendo al mismo tiempo códigos nuevos. Estos últimos están muy lejos de ser simples, de ser interpretables de manera bivalente o de ser reductibles a un sentido.
Son códigos abiertos, códigos que no aceptan la oposición simple, ni la exclusión de un elemento por otro. Son códigos y no son códigos, al mismo tiempo. Es por eso por lo que hay que hablar de la lectura como producción y por lo que hay que relacionarla con la escritura. Pensando ésta como reelaboración de otros códigos y como "interpretación", "lectura" de de otros textos. Solo este trabajo de escritura puede ser considerado como un trabajo de lectura real, efectiva.
Pero al hablar de escritura, de lectura, de interpretación, de reelaboración de códigos, es necesario hablar de un "sujeto" que interviene en esos procesos. Aquí tomamos la palabra "sujeto" tal y como la puede explicar el psicoanálisis freudiano: el sujeto es un cuerpo cargado libidinalmente escindido en su aparato psíquico por procesos energéticos de distinto orden que se interrelacionan y en los cuales lo que intercambia son siempre significante vale decir, representaciones ligadas a afectos. Conscientes e inconscientes, estas representaciones además de ser ligadas libidinalmente al cuerpo propio, cargan otros cuerpos y otros objetos. La imposibilidad de interesarnos por algo distinto de nosotros mismos.
Leer y escribir conforman una contradictoria unidad pulsional. Hay por supuesto lectores que no escriben en el sentido estricto del término, pero su labor de desciframiento psicológico y de participación afectiva, su sensibilidad para experimentar espiritualmente, su entrega al goce decodificador constituye casi un equivalente de la lectura activa del que escribe.
De lo anterior se puede deducir que entendemos por lectura: un trabajo de, con, sobre la lengua; un trabajo de "producción de sentidos" ‑como se dice actualmente. Por tanto, no consideramos como trabajo de "producción de sentidos" las lecturas escolares obligatorias, la actividad pasiva realizada con gran tesón por el estudiante en vísperas de un examen, la lectura informativa del periódico o la costumbre de leer los bestsellers para conciliar el sueño.
Entender por lectura como trabajo creador es una lectura plural generadora de goce y transformaciones subjetivas e intersubjetivas, modificadora de las relaciones imaginarias, cuestionadora del orden simbólico, para lo cual tiene que pasar necesariamente por una elaboración secundaria completamente dominada. No todos los efectos de este tipo de lectura en la que el trabajo es juego y deseo de manera Indistinta son necesariamente conscientes, puesto que en sentido estricto solo es consciente una muy pequeña parte de nuestra existencia ordinaria.
El otro tipo de lectura "ingenua" es completamente inconsciente de sus efectos, no sabe que sólo produce aquellos sentidos que ratifican la estructura neurótica del sujeto, que sólo toma los elementos significantes que la compulsión de repetición y el determinismo psíquico utilizan para reprimir al mismo tiempo cualquier otro material "angustiante", "liberado", des equilibrador de la balanza energética del hombre "normal", des articulador de la supuesta verdad constituida y constituyente.
Lectura ingenua no equivale a lectura "inocente". "Cada uno proyecta en el libro lo que es, lo que el mundo ha hecho de él, lo que el mundo le remite " (6). La pretendida inocencia o neutralidad en la lectura es también "interpretación" sola que como “dislocación de las relaciones internas de un texto para someterlo a
Cuando se habla de enseñar de enseñar a leer nos referimos entonces al deseo pedagógico de proporcionarle al estudiante las posibilidades ‑muchas veces negadas por el medio en que vive‑ de descubrir el "placer" de la lectura. Proporcionarle no solamente espacio y comodidad, emulación y estímulos, técnicas de lectura (de dudosa utilidad) sino y fundamentalmente un momento psicológico intra e intersubjetivo, es decir, la oportunidad de descubrir por cuenta propia el goce de la interpretación, de intercambiar, socializándolas, las opiniones y los sentimientos que suscitan los textos, aprender enseñando, leer escribiendo y hablando, producir produciendo. Todo otro intento pedagógico sería restrictivo, represivo y frustratorio. A nadie, creo yo, se le puede exigir que goce, obligarlo a sentir cuando no lo siente, y solo con goce y placer hay producción, lectura, escritura, investigación, aprendizaje.
El propósito de enseñar a leer la literatura se presenta como profundamente conflictivo y paradójico, pues no es la concepción tradicional de enseñar algo al que no sabe nada la que motiva, sino la de facilitar (también en sentido psicoanalítico) a quien ya posee un discurso, el flujo de la significación, el gasto y la transformación de sentidos, la posibilidad de familiarizarse con la lectura plural, con los juegos de palabras y de frases, con los hipo y los hiper‑ sentidos, con lo significante , con la ironía, el sobreentendido, el silencio reticente, los matices, la repetición obsesiva, la alusión política, el paso de la poesía lírica a la narración, y los tropos inagotables.
Conclusión, la pedagogía de la literatura no puede de ninguna manera separarse de una pedagogía de la lectura.
Referencias:
(1) Freud, Sigmund: Un recuerdo infantil de Leonardo de Vinci. Editorial Biblioteca Nueva Tomo V., pág. 1587.
ENCUENTRO DOS: FUNCIONES DEL ENGUAJE
RESUMEN
Teoría
La obra de Jakobson, aunque considerable, es dispersa y no está sistematizada en grandes obras. Consta de 475 títulos, de los que 374 son libros o artículos y 101 son textos diversos (poemas, prefacios, introducciones o artículos periodísticos). Además, buena parte de ella se ha realizado en colaboración con otros autores. Hasta 1939 se ocupa principalmente de poética y teoría de la literatura. En los años americanos domina la lingüística.
Jakobson era un investigador teórico más que un empírico y se siente a gusto en la multidisciplinariedad. Su obra toca simultáneamente las disciplinas de la antropología, la patología del lenguaje, la estilística, el folclore y la teoría de la información. Por ello recurrió a una veintena de colaboradores diferentes en distintas disciplinas. Suya es la primera definición moderna del fonema: "Impresión mental de un sonido, unidad mínima distintiva o vehículo semántico mínimo". Reduce todas las oposiciones fonológicas posibles a solamente doce: vocálico/no vocálico, consonántico/no consonántico, compacto/difuso, sonoro/no sonoro, nasal/oral, etc., lo que ha suscitado muchas objeciones, sobre todo por su carácter reduccionista (se le achaca una tendencia excesiva hacia las clasificaciones binarias, que no siempre se ajustan a una realidad lingüística más variada). Pero fue un pionero de la fonología diacrónica con su trabajo de 1931.
Sus investigaciones sobre el lenguaje infantil fueron también muy innovadoras, al destacar el papel universal que en el mismo tienen las oclusivas y las nasales.
También son modelos, sugerentes y pioneros sus estudios sobre las afasias, en los que deslinda dos tipos de anomalías: las relacionadas con la selección de unidades lingüísticas o anomalías paradigmáticas, y las relacionadas con la combinación de las mismas, o anomalías sintagmáticas. Este estudio provocó un interés apasionado en los neurólogos y los psiquiatras y la renovación de los estudios médicos en este campo.
La estilística y la poética son sin duda las preocupaciones más antiguas y profundas de Jakobson.
Sus teorías se desarrollaron dentro del formalismo ruso, que constituía una reacción contra una tradición de teoría literaria rusa excesivamente dominada por los aspectos sociales, y por tanto concede mucha importancia a las formas, desde las más simples (recurrencias fónicas) a las más complejas (géneros literarios). Sus teorías se presentan fundamentalmente en el artículo "Lingüística y poética", de 1960, incluido en sus Ensayos de lingüística general.
De su teoría de la información, constituida en 1948 y articulada en torno a los factores de la comunicación (emisor, receptor referente, canal, mensaje y código) Jakobson dedujo la existencia de seis funciones del lenguaje: la expresiva, la apelativa, la representativa, la fática, la poética y la metalingüística, completando así el modelo de Karl Bühler.
EL ARTE COMO LENGUAJE: YURI LOTMAN
RESUMEN
El arte es uno de los medios de comunicación. Evidentemente, realiza una conexión entre el emisor y el receptor (el hecho de que en determinados casos ambos puedan coincidir en una misma persona no cambia nada, del mismo modo que un hombre que habla solo une en sí al locutor y al auditor. ¿Nos autoriza esto a definir el arte como un lenguaje organizado de un modo particular?
Todo sistema que sirve a los fines de comunicación entre dos o numerosos individuos puede definirse como lenguaje (como ya hemos señalado, en el caso de la autocomunicación se sobreentiende que un individuo se presenta como dos). La frecuente indicación de que el lenguaje presupone una comunicación en una sociedad humana no es, en rigor, obligatoria, puesto que, por un lado, la comunicación lingüística entre el hombre y la máquina y la de las máquinas entre sí no es en la actualidad un problema teórico, sino una realidad técnica. Por otro lado, la existencia de determinadas comunicaciones lingüísticas en el mundo animal está fuera de dudas. Por el contrario, los sistemas de comunicación en el interior del individuo (por ejemplo, los mecanismos de regulación bioquímica o de señales transmitidas por la red de nervios del organismo) no representan lenguajes.
En este sentido, podemos hablar de lenguas no sólo al referirnos al ruso, al francés, al hindi o a otros, no sólo a los sistemas artificialmente creados por diversas ciencias, sistemas creados para la descripción de determinados grupos de fenómenos (los denominan lenguajes “artificiales” o metalenguajes de las ciencias dadas), sino también al referirnos a las costumbres, rituales, comercio, ideas religiosas. En este mismo sentido, puede hablarse del “lenguaje” del teatro, del cine, de la pintura, de la música, del arte en general como de un lenguaje organizado de modo particular.
Sin embargo, al definir el arte como lenguaje, se expresa con ello unos juicios determinados acerca de su organización. Todo lenguaje utiliza unos signos que constituyen su “vocabulario” (a veces se le denomina “alfabeto”; para una teoría general de los sistemas de signos estos conceptos son equivalentes), todo lenguaje posee unas reglas determinadas de combinación de estos signos, todo lenguaje representa una estructura determinada, y esta estructura posee su propia jerarquización.
Según con este planteamiento del problema permite abordar el arte desde dos puntos de vista diferentes:
Primero, destacar en el arte aquello que lo emparentan con otro lenguaje e intentar describir estos aspectos en los términos generales de la teoría de los sistemas de signos.
Segundo, y basándose en la primera descripción, destacar en el arte aquello que le es propio como lenguaje particular y le distingue de otros sistemas de este tipo.
Puesto que el concepto de “lenguaje” en ese significado específico que se le da en los trabajos de semiología y que difiere sustan-cialmente del empleo habitual, el término que se entiende por lenguaje cualquier sistema de comunicación que emplea signos ordenados de un modo particular. Vistos de esta manera los lenguajes se distinguirán:
Primero, de los sistemas que no sirven como medios de comunicación;
Segundo, de los sistemas que sirven como medios de comunicación, pero que no utilizan signos;
Tercero, de los sistemas que sirven como medios de comunicación, pero que no emplean en absoluto o casi no emplean signos ordenados.
La primera oposición permite separar los lenguajes de aquellas formas de la actividad humana que no están relacionadas de un modo directo y por su finalidad con el almacenamiento y transmisión de información. La segunda permite introducir la siguiente distinción: la comunicación semiológica tiene lugar principalmente entre individuos; la no semiológica, entre sistemas en el interior del organismo. Sin embargo, sería, al parecer, más correcto interpretar esta oposición como antítesis de las comunicaciones al nivel del primero y del segundo sistemas de señales, dado que, por un lado, son posibles relaciones extrasemiológicas entre organismos (particularmente considerables en los animales inferiores, pero se conservan en el hombre en forma de los fenómenos que estudia la telepatía), y por otro, es posible la comunicación semiológica en el interior del organismo. Nos referimos no sólo a la autoorganización por parte del hombre de su mente mediante determinados sistemas semiológicos, sino también a aquellos casos en que los signos irrumpen en la esfera de la señalización primaria (el hombre que “conjura” con palabras un dolor de muelas; que actúa sobre sí mismo con palabras para soportar un sufrimiento o una tortura física).
Si el lenguaje es una forma de comunicación entre dos individuos, deberemos hacer algunas precisiones. Será más cómodo sustituir el concepto de “individuo” por los de “transmisor del mensaje” (remitente) y “receptor del mensaje” (destinatario). Esto nos permitirá introducir en el esquema aquellos casos en que el lenguaje no une a dos individuos, sino a dos mecanismos transmisores (receptores), por ejemplo, un aparato telegráfico y el dispositivo de grabación automática conectado a aquél.
Entonces. Así, el arte puede describirse como un lenguaje secundario, y la obra de arte como un texto en este lenguaje.
Las citas que destacan el carácter indivisible de la idea poética respecto a la estructura peculiar del texto que le corresponde, respecto al lenguaje peculiar del arte. He aquí una anotación de A. Blok (julio de 1917): “Es falso que las ideas se repitan. Toda idea es nueva, puesto que lo nuevo la rodea y le da forma. Para que, resucitado, no pueda levantarse. Que no pueda levantarse del ataúd. (Lermontov, lo he recordado ahora) son ideas totalmente distintas. Lo común en ellas es el ‘contenido’, lo cual prueba una vez más que un contenido informe no existe por sí mismo, no posee peso propio”.
De esta manera el discurso poético representa una estructura de gran complejidad. Aparece como considerablemente más complicado respecto a la lengua natural. Y si el volumen de información contenido en el discurso poético (en verso o en prosa, en este caso no tiene importancia) y en el discurso usual fuese idéntico, el discurso poético perdería el derecho a existir y, sin lugar a dudas, desaparecería. Pero la cuestión se plantea de un modo muy diferente: la complicada estructura artística, creada con los materiales de la lengua, permite transmitir un volumen de información completamente inaccesible para su transmisión mediante una estructura elemental propiamente lingüística. De aquí se infiere que una información dada (un contenido) no puede existir ni transmitirse al margen de una estructura dada. Si repetimos una poesía en términos del habla habitual, destruiremos su estructura y, por consiguiente, no llevaremos al receptor todo el volumen de información que contenía. Así, pues, el método de estudio por separado del “contenido” y de las “particularidades artísticas” tan arraigado en la práctica escolar, se basa en una incomprensión de los fundamentos del arte, y es perjudicial, al inculcar al lector popular una idea falsa de la literatura como un procedimiento de exponer de un modo prolijo y embellecido lo mismo que se puede expresar de una manera sencilla y breve. Si se pudiera resumir en dos páginas el contenido de Guerra y Paz o de Eugenio Oneguin, la conclusión lógica sería: no hay que leer obras largas, sino breves manuales. A esta conclusión empujan no los maestros malos a sus alumnos indolentes, sino todo el sistema de enseñanza escolar de la literatura, sistema que, a su vez, no hace sino reflejar de un modo simplificado y, por tanto, más neto, las tendencias que se hacen sentir en la ciencia de la literatura.
El pensamiento del escritor se realiza en una estructura artística determinada de la cual es inseparable. Decía L. N. Tolstoi acerca de la idea fundamental de Ana Karenina: “Si quisiera expresar en palabras todo lo que he querido decir con la novela, tendría que escribir desde un principio la novela que he escrito las ideas encadenadas entre sí para expresarme; pero todo pensamiento extraordinariamente gráfica la idea de que el pensamiento artístico se realiza a través de la “concatenación” –la estructura– y no existe sin ésta, que la idea del artista se realiza en su modelo de la realidad. Continúa Tolstoi: “... hacen falta personas que demuestren lo absurdo que es buscar ideas aisladas en una obra de arte y dirijan constantemente a los lectores en el infinito laberinto de concatenaciones que constituyen la esencia del arte y en las leyes que forman la base de estas concatenaciones”.
El arte entre otros sistemas semiológicos
El estudio del arte partiendo de las categorías de un sistema de comunicación permite plantear, y en parte resolver, una serie de problemas que habían quedado fuera del campo visual de la estética tradicional y de la teoría de la literatura.
La moderna teoría de los sistemas de signos posee una concepción suficientemente elaborada de la comunicación que permite esbozar los rasgos generales de la comunicación artística. Todo acto de comunicación incluye un remitente y un destinatario de la información. Para que el destinatario comprenda al remitente del mensaje es precisa la existencia de un intermediario común: el lenguaje
En determinado, todo el conjunto del contenido mediante un lenguaje que posea únicamente dos nombres: metales y metaloides, o introduciremos otros sistemas de anotación hasta que lleguemos a la segmentación en elementos y su designación mediante letras aisladas. Es evidente que cada uno de los sistemas de anotación reflejará una determinada concepción científica de clasificación de lo que se designa. De este modo, todo sistema de lenguaje químico es, al mismo tiempo, un modelo de una determinada realidad química. Hemos llegado a una conclusión esencial: todo lenguaje es un sistema no sólo de comunicación, sino también de modelización, o más exactamente, ambas funciones se hallan indisolublemente ligadas.
En ese sentido, el arte se plantea de un modo muy distinto. Aquí, por un lado, se manifiesta una tendencia constante a la formalización de los elementos portadores de contenido, a su fijación, a su transformación en clichés, a la transición completa de la esfera del contenido al campo convencional del código.
Por otro lado, la tendencia a interpretar todo el texto artístico como significante es tan grande que con razón consideramos que en la obra nada es casual. Y volveremos reiteradamente a la afirmación profundamente justificada de R. Jakobson acerca del significado artístico de las formas gramaticales en el texto poético, así como a otros ejemplos de semantización de los elementos formales del texto en el arte.
Evidentemente, la correlación de estos dos principios en diversas formas históricas y nacionales del arte será diferente. Pero su existencia e interrelación son constantes. “En la obra de arte todo corresponde al lenguaje artístico” y “En la obra de arte todo es mensaje”, la contradicción en que incurrimos será sólo aparente.
Surge naturalmente la cuestión: ¿no se podría identificar el lenguaje con la forma de la obra de arte y el mensaje con el contenido y no desaparecería entonces la afirmación de que el análisis estructural elimina el dualismo del examen del texto artístico desde el punto de vista de la forma y el contenido? Es evidente que no se puede hacer semejante identificación. Ante todo porque el lenguaje de una obra de arte no es en modo alguno “forma”, si conferimos a este concepto la idea de algo externo respecto al contenido portador de la carga informacional. El lenguaje del texto artístico es en su esencia un determinado modelo artístico del mundo y, en este sentido, pertenece, por toda su estructura, al “contenido”, es portador de información. Ya señalado que el modelo del mundo que crea el lenguaje es más general que el modelo de mensaje profundamente individual en el momento de su creación. Ahora conviene indicar otra circunstancia: el mensaje artístico crea el modelo artístico de un determinado fenómeno concreto; el lenguaje artístico construye un modelo de universo en sus categorías más generales, las cuales, al representar el contenido más general del mundo, son la forma de existencia de objetos y fenómenos concretos. De este modo, el estudio del lenguaje artístico de las obras de arte no sólo nos ofrece una cierta norma individual de relación estética, sino que asimismo reproduce el modelo del mundo en sus rasgos más generales. Por eso, desde determinados puntos de vista, la información contenida en la elección del tipo de lenguaje artístico se presenta como la esencial. La elección, por parte del escritor, de un determinado género, estilo o tendencia artística supone asimismo una elección del lenguaje en el que piensa hablar con el lector. Este lenguaje forma parte de una completa jerarquía de lenguajes artísticos de una época dada, de una cultura dada, de un pueblo dado o de una humanidad dada (al fin y al cabo surge también este planteamiento de la cuestión). Aquí es preciso tener en cuenta un rasgo esencial al que todavía volveremos: el lenguaje de una ciencia dada es para ella único, ligado a un objeto y aspecto particulares que le son propios. La transcodificación de una lengua a otra, extraordinariamente productiva en la mayoría de los casos, y que surge en relación con problemas interdisciplinarios, descubre en un objeto que parecía único los ejemplos de dos ciencias o conduce a la creación de una nueva rama del conocimiento y de un nuevo metalenguaje que le es propio.
En el lenguaje del arte, con su doble finalidad de modelización simultánea del objeto y del sujeto, tiene lugar una lucha constante entre la idea acerca de la unicidad del lenguaje y la idea de la posibilidad de elección entre sistemas de comunicación artísticos en cierto modo equivalente. En un polo se halla la reflexión que ya preocupaba al autor del Cantar de las huestes de Igor: cantar “según las bilinas de la época” o “según lo entendía Bayan”; en el otro polo, la afirmación de Dostoievski: “Yo incluso creo que para diferentes formas de arte existen las correspondientes series de ideas poéticas hasta el punto de que ninguna idea se puede expresar en forma distinta a la que le corresponde”.
El concepto de lenguaje del arte literario
El concepto de “lenguaje del arte” es evidente que la literatura, como una de las formas de comunicación de masas, debe poseer su propio lenguaje. “Poseer su propio lenguaje”: esto significa tener un conjunto cerrado de unidades de significación y de las reglas de su combinación que permiten transmitir ciertos mensajes.
Pero la literatura ya se sirve de uno de los tipos de lenguaje: la lengua natural. ¿Cuál es la correlación existente entre el “lenguaje de la literatura” y la lengua natural en que la obra está escrita (ruso, inglés, italiano o cualquier otra) Entonces la literatura se expresa en un lenguaje especial, el cual se superpone sobre la lengua natural como un sistema secundario. Por eso la definen como un sistema modelizador secundario. Desde luego, la literatura no es el único sistema modelizador secundario, pero su estudio dentro de esta serie de sistemas nos llevaría demasiado lejos de nuestro objetivo inmediato.
Decir que la literatura posee su lenguaje, lenguaje que no coincide con la lengua natural, sino que se superpone a ésta, significa decir que la literatura posee un sistema propio, inherente a ella, de signos y de reglas de combinación de éstos, los cuales sirven para transmitir mensajes peculiares no transmisibles por otros medios. Intentaremos demostrarlo.
Cabe señalar que los signos en el arte no poseen un carácter convencional, como en la lengua, sino icónico, figurativo. Evidente por lo que se refiere a las artes figurativas, aplicada a las artes verbales arrastra una serie de consecuencias esenciales. Los signos icónicos se construyen de acuerdo con el principio de una relación condicionada entre la expresión y el contenido. Por ello es generalmente difícil delimitar los planos de expresión y de contenido en el sentido habitual para la lingüística estructural. El signo modeliza su contenido. Se comprende que, en estas condiciones, se produzca en el texto artístico la semantización de los elementos extrasemánticos (sintácticos) de la lengua natural. En lugar de una clara delimitación de los elementos semánticos se produce un entrelazamiento complejo: lo sintagmático a un nivel de la jerarquía del texto artístico se revela como semántico a otro nivel.
De este modo, todo texto artístico se crea como un signo único. Aun representando un solo signo, el texto sigue siendo un texto (una secuencia de signos) en una lengua natural y por ello conserva la división en palabras-signos del sistema lingüístico general. Surge así ese fenómeno característico del arte por el cual un mismo texto, al aplicarle diferentes códigos, se descompone distintamente en signos.
Las reglas de la sintagmática del texto están asimismo relacionadas con esta tesis. No se trata únicamente de que los elementos semánticos y sintagmáticos sean mutuamente convertibles, sino también de que el texto artístico se presenta simultáneamente como conjunto de frases, como frase y como palabra. En cada uno de estos casos el carácter de las conexiones sintagmáticas es distinto.
Sobre la pluralidad de los códigos artísticos
La comunicación artística posee una interesante peculiaridad: los tipos habituales de conexión conocen únicamente dos casos de relaciones del mensaje en la entrada y salida del canal de comunicación: la correspondencia y la no correspondencia. Esta última se considera un error y surge a causa del “ruido en el canal de conexión”, es decir, diversas circunstancias que obstaculizan la transmisión. Las lenguas naturales se aseguran contra las deformaciones gracias al mecanismo de redundancia, una especie de reserva de estabilidad semántica.
Se trata de que, en una serie de casos, el receptor del texto se ve obligado no sólo a descifrar el mensaje mediante un código determinado, sino también establecer en qué “lenguaje” está codificado el texto.
Es preciso distinguir los siguientes casos:
I. a) El receptor y el transmisor emplean un código común: sin duda se sobreentiende que existe un lenguaje artístico común, tan sólo el mensaje es nuevo. Este es el caso de todos los sistemas artísticos de “identidad estética”. Cada vez la situación de la realización, la temática y otras condiciones extratextuales sugieren infaliblemente al oyente el único lenguaje artístico posible del texto dado.
b) Una variedad de este caso será la percepción de los modernos textos de masas hechos de clichés. Pero si en el primer caso ello supone la condición para establecer la comunicación artística y como tal se destaca por todos los medios, en el segundo caso el autor se esfuerza por disimular este hecho: confiere al texto los rasgos falsos de otro cliché o sustituye un cliché por otro. En este caso el lector, antes de recibir el mensaje, debe elegir entre los lenguajes artísticos de que dispone aquel en el que está codificado el texto o una parte del mismo. La propia elección de uno de los códigos conocidos produce una información suplementaria. Sin embargo, su magnitud es insignificante, puesto que la lista a partir de la cual se efectúa la elección es siempre relativamente pequeña.
II. Muy distinto es el caso en que el oyente intenta descifrar el texto recurriendo a un código distinto al del creador. Aquí son igualmente posibles dos tipos de relaciones.
a) El receptor impone al texto su lenguaje artístico. En este caso el texto se somete a una transcodificación (a veces incluso a una destrucción de la estructura del transmisor). La información que intenta recibir el receptor es un mensaje más en un lenguaje que ya conoce. En este caso se maneja el texto artístico como si de un texto no artístico se tratara.
b) El receptor intenta percibir el texto de acuerdo con los cánones que ya conoce, pero el método de pruebas y errores le convence de la necesidad de crear un código nuevo, desconocido para él. Tienen lugar aquí una serie de procesos de interés. El receptor entra en pugna con el lenguaje del transmisor y puede resultar vencido en esta lucha: el escritor impone su lenguaje al lector, el cual lo asimila, lo convierte en su instrumento de modelización de la vida. Sin embargo, es más frecuente, al parecer, en la práctica, que en el proceso de asimilación el lenguaje del escritor se deforme, se someta a una especie de criollización de los lenguajes ya existentes en el arsenal de la conciencia del lector. Surge aquí una cuestión fundamental: este proceso posee, al parecer, sus leyes selectivas. En general, la teoría de la mezcla de las lenguas, esencial para la lingüística, deberá desempeñar un enorme papel en el estudio de la percepción del lector.
Otro caso de interés: la relación entre lo casual y lo sistemático en el texto artístico posee distinto significado para el transmisor y para el receptor. Al recibir un mensaje artístico, para cuyo texto debe aun elaborar el código para descifrarlo, el receptor construye un determinado modelo. Pueden surgir aquí sistemas que organicen los elementos casuales del texto confiriéndoles significación. De este modo, al pasar del emisor al receptor, puede aumentar el número de elementos estructurales significativos. Es éste uno de los aspectos de un fenómeno complejo y hasta ahora poco estudiado como es la capacidad del texto artístico para acumular información.
La magnitud de la entropía de los lenguajes artísticos del autor y del lector
El problema de la correlación entre el código artístico sintético del autor y el analítico del lector posee otro aspecto. Ambos códigos representan una construcción jerárquica de gran complejidad.
El problema se ve complicado por el hecho de que un mismo texto real puede, a distintos niveles, estar supeditado a diversos códigos (este caso, bastante frecuente, no lo estudiaremos más adelante por razones de simplificación).
Para que un acto de comunicación tenga lugar es preciso que el código del autor y el código del lector formen conjuntos intersacados de elementos estructurales, por ejemplo, que el lector comprenda la lengua natural en la que está escrito el texto. Las partes del código que no se entrecruzan constituyen la zona que se deforma, se somete al mestizaje o se reestructura de cualquier otro modo al pasar del escritor al lector.
Al parecer toda la información que entra en la conciencia del hombre se organiza en una jerarquía determinada, y el cálculo de su cantidad tiene sentido únicamente en el interior de los niveles, ya que sólo en estas condiciones se observa la homogeneidad de los factores constitutivos. La cuestión de cómo se forman y se clasifican estas jerarquías de valores pertenece a la tipología de la cultura y debe excluirse de la presente exposición.
Por consiguiente, al abordar los cálculos de la entropía de un texto artístico, se deben evitar las confusiones:
a) de la entropía del código del autor y del lector,
b) de la entropía de los diferentes niveles del código.
El primero en plantear el problema A. N. Kolmogorov constituyó la base de los trabajos de sus alumnos y, en lo fundamental, determinó la actual orientación de los estudios de lingüística estadística en la poética soviética contemporánea.
A. N. Kolmogorov diseñó y resolvió el problema de la definición estrictamente formal de una serie de conceptos de partida de la ciencia del verso. Seguidamente, apoyándose en un amplio material estadístico, se estudiaron las probabilidades de aparición de determinadas figuras rítmicas en un texto no poético (no artístico), así como las probabilidades de diversas variaciones dentro de los tipos fundamentales de la métrica rusa. Puesto que estos cálculos métricos daban invariablemente características dobles: de los fenómenos del substrato fundamental y de las desviaciones del mismo (el sustrato de la norma lingüística general y el discurso poético como caso individual; las normas estadísticas medias del yambo ruso y las probabilidades de aparición de variedades aisladas, etc.), surgía la posibilidad de valorar las posibilidades informacionales de una determinada variedad de discurso poético. Con ello, a diferencia de la ciencia del verso de la década de los años 1920, se planteaba el problema de la capacidad de contenido de las formas métricas y, al mismo tiempo, se avanzaba hacia la medición de este contenido con los métodos de la teoría de la información.
La aplicación por parte de A. N. Kolmogorov de los métodos teórico-infor- macionales al estudio de los textos poéticos hizo posible la medición exacta de la información artística. Es preciso destacar aquí la extraordinaria prudencia del investigador, quien puso en guardia reiteradamente contra el excesivo entusiasmo por los todavía bastante modestos resultados del estudio matemático-estadístico, teórico-informacional y, en definitiva, cibernético, de la poesía. “La mayor parte de los ejemplos de modelización en las máquinas de los procesos de creación artística, citados en las obras de cibernética, nos sorprenden por su carácter primitivo (compilación de melodías con fragmentos de cuatro o cinco notas tomados de unas decenas de conocidas melodías, etc.). En las publicaciones no cibernéticas el análisis formal de la creación artística hace tiempo que ha alcanzado un nivel elevado. La inclusión en estas investigaciones de las ideas de la teoría de la información y de la cibernética puede ser de gran utilidad. Pero un avance real en esta dirección exige una elevación esencial del nivel de los intereses y de los conocimientos humanísticos entre los investigadores en cibernética.”
Partiendo de que el modelo de A. N. Kolmogorov no tiene como finalidad reproducir el proceso de creación individual que, claro está, transcurre de un modo intuitivo y por múltiples vías difícilmente definibles, sino que nos ofrece únicamente un esquema general de aquellas reservas del lenguaje a costa de las cuales tiene lugar la creación de la información poética, intentemos interpretar este modelo a la luz del hecho indiscutible de que la estructura del texto, desde el punto de vista del remitente, difiere en su tipo del enfoque que a este problema da el destinatario del mensaje artístico.
Así, el escritor, al agotar la capacidad semántica del lenguaje, construye un cierto pensamiento y, a expensas del agotamiento de la flexibilidad del lenguaje, elije los sinónimos para su expresión. En este caso el escritor es realmente libre para sustituir algunas palabras o partes del texto por otras semánticamente equivalentes. Basta con echar una mirada a los borradores de muchos escritores para comprobar este proceso de sustitución de algunas palabras por sus sinónimos. Sin embargo, al lector el cuadro se le presenta de un modo distinto: el lector considera que el texto que se le ofrece (si se trata de una obra de arte perfecta) es el único posible –"no se puede quitar ni una sola palabra de la canción"–. La sustitución de una palabra en el texto no supone para él una variante del contenido, sino un contenido nuevo. Si llevamos esta tendencia a un extremo ideal, podemos afirmar que para el lector no existen sinónimos. En cambio, se amplía considerablemente para él la capacidad semántica del lenguaje. Se puede decir en verso aquello que los no-versos no tienen medios de expresar. La simple repetición de una palabra varias veces la convierte en desigual a sí misma. De este modo, la flexibilidad del lenguaje (h2) se transforma en una cierta capacidad complementaria de significado, creando una peculiar entropía del "contenido poético". Pero el propio poeta es oyente de sus versos y puede escribirlos guiado por la conciencia de lector. En este caso las posibles variantes de texto dejan de ser equivalentes desde el punto de vista del contenido: semantiza la fonología, la rima, las consonancias le sugieren la variante a elegir del texto, el desarrollo del argumento cobra autonomía, como cree el autor, respecto a su voluntad. Esto significa el triunfo del punto de vista del lector, quien percibe todos los detalles del texto como portadores de significado.
ENCUENTRO PRIMERO: El Lector: Construcción, modalidades y tipologías
RESUMEN
El papel del lector en la organización del texto. Se consideran tres formas posibles de participación del lector: a. el lector construye al texto que lee; b. el texto leído construye al lector; y/o c. el escritor construye al lector.
«El lector es un conjunto de condiciones de felicidad»
Umberto Eco
«Un puente es un puente con un hombre arriba»
Julio Cortázar
Cuentan que en Sudán se establece un rito cada vez que el narrador va a hablar; el narrador dice:
—Voy a contarles un cuento.
A lo que los asistentes, infaliblemente, contestan: — ¡Tamun! (quiere decir:¡claro que sí!).
El diálogo prosigue:
—No todo es verdad.
—¡Namún!
—Pero no todo es mentira.
Es decir: los que van a escuchar saben que entran, de esa manera, en un ámbito fuera del tiempo, fuera de lo real, y que eso implica aceptar una suspensión de la realidad, y acatar otras reglas que no son las del mundo físico concreto en que viven. Los oyentes se vuelven cómplices del orador. Así los lectores, también, cuando toman un texto en sus manos. Quizás el ejemplo más claro (y el deseo de todo autor, sin dudas) sea el planteado por Calvino en el cuento «La aventura de un lector», donde el personaje se resiste a la seducción de una bañista pues «mientras pudiera, quería seguir adelante con la lectura. Su temor era no poder terminar la novela: el comienzo de una relación de verano podía significar el fin de sus tranquilas horas de soledad, un ritmo completamente diferente que se adueñaba de sus días de vacaciones; y ya se sabe que, cuando uno está completamente enfrascado en la lectura de un libro, si tiene que interrumpirla para reanudarla al cabo de un tiempo, casi todo el gusto se pierde: se olvidan muchos detalles, uno no logra entrar como antes» (Calvino, a, 111-112).
La lectura no es un hecho natural, como “ver”. Requiere de un proceso mental, es un producto social, está ligada a la civilización y a la cultura. Por eso leer es difícil, exige un esfuerzo, y supone en el lector una cuota de conocimiento, una competencia, que le permita entender lo que lee, procesarlo, y utilizarlo luego en consecuencia. Por eso leer es participar: se participa de un juego, de una idea, de un proceso. Es un hecho activo, no pasivo. Para algunos incluso (quizás más todavía en esta época) constituye «un acto subversivo» (Pennac,13).
En la relación escritor-texto-lector existen tres figuras posibles que no necesariamente se dan por separado; de hecho lector y texto se construyen mutuamente, en una ida y vuelta, pero para el caso que nos ocupa vale la división:
El lector construye al texto
El texto construye al lector
El escritor construye al lector
A. El lector construye al texto
Lector y escritor van juntos. No existe uno sin el otro. En cierta medida leer es escribir, como sostenía Barthes, y es también hacer, como sostiene Jitrik ya desde un título, Cuando leer es hacer. Hay, así, un acto, una voluntad, y una construcción de una esfera lúdica, de sentido, por parte del lector. Yo como lector acepto construir un mundo que la lectura me sugiere. De allí que haya tantas posibilidades de lectura para un mismo texto como lectores existen. Es lo que plantea Borges en «Pierre Ménard, inventor del Quijote»: al leer se reelabora la propuesta original del escritor, se potencia, se la vuelve activa, gerundio. «Somos nosotros los verdaderos Pierre Ménard de Borges; nosotros, quienes las hacemos (a las obras) nuevas en la lectura», afirma Tacca (p. 9). Así, «con cada acto de lectura y con cada lector surge para el texto una situación distinta. (...) De esta manera ocurre que la experiencia estética, que tiene lugar con esta actividad de cooperación, surge a partir de una relación de la realidad del texto con la vida extratextual de todos los días. La labor de constitución que realiza el receptor se apoya y configura en la referencia con los problemas de la vida diaria» (Acosta Gómez, 168-169).
De acuerdo con lo anterior el lector lee desde un posicionamiento determinado por el medio y sus circunstancias, hay que reconocer que el autor también escribe determinado por su propio medio y sus propias circunstancias. La situación de la producción del texto determina al autor, y la situación de la recepción del texto determina al lector (Spillner, 110). El texto será reelaborado desde esa situación de recepción en que se encuentre el lector en el momento de la lectura.
Entonces hay tres buenos ejemplos que señalan las particularidades del lector: Berti, como lector de Hawthorne, hace una reelaboración y escribe la novela La mujer de Wakefield, que coquetea con el cuento y algunas ideas de Hawthorne y es, además, un texto nuevo, que Hawthorne no imaginó y que completa al cuento original al funcionar como un reflejo especular: Hawthorne narra desde el punto de vista de Wakefield, y Berti desde el punto de vista de la mujer de Wakefield.
El segundo ejemplo es el de Shields, en El misterio de Mary Swann: en un simposio sobre literatura han desaparecido los ejemplares del libro sobre el cual versa, justamente, el simposio, y los asistentes deben apelar a su buena o mala memoria para recordar los poemas. Como sólo recuerdan palabras o versos incompletos, el resultado final se asemeja a un Frankenstein literario que en nada recuerda al libro robado. Y como Shields en ningún momento presenta alguno de los poemas tal cual fuera escrito por Mary Swann, el lector permanece perdido en la “oscura selva” de la verborragia académica, sin asidero que le permita, siquiera, saber qué escribió la difunta Swann. Toda ironía sobre los congresos de literatura no es casualidad, en especial porque Shields sabe de qué escribe: es catedrática de literatura en la Universidad de Manitoba, en Canadá.
El tercer ejemplo es el de Saramago en Historia del cerco de Lisboa, en donde el corrector de pruebas de una editorial, al revisar el texto de un libro, decide cambiarlo, provocando una nueva “Historia” de Portugal. Es decir, el personaje, desde su lectura, genera (casi) una ucronía.
De esta manera en los tres casos la figura del lector es más importante que la del escritor, porque es el lector, en definitiva, quien va a darle sentido o no a un texto, quien colabora en su construcción (Berti), su fragmentación (Shields), o en su modificación (Saramago). Bien mirado, no obstante, los tres son casos de construcción: en todo caso el escritor sólo elaboró una versión de las múltiples posibilidades que tenía, abrió el juego, pero es el lector quien elige leer y, al hacerlo, selecciona una posibilidad. Y es ese lector quien puede multiplicar un mismo texto en infinitas posibilidades: con cada nueva lectura el texto se expande y “dice” cosas diferentes. Roa Bastos sostiene, así, que «un lector nato siempre lee dos libros a la vez: el escrito, que tiene en sus manos, y que es mentiroso, y el que él escribe interiormente con su propia verdad» (p. 159).
B. El texto construye al lector
Según Piglia postula otra característica del lector, que supone también un acto participativo, aunque de orden diferente: «El lector ideal es aquél producido por la propia obra. Una escritura también produce lectores, y es así como evoluciona la literatura. Los grandes textos son los que hacen cambiar el modo de leer» (Roca, 77). Es decir que no sólo es el lector quien le da sentido a una obra con el acto voluntario de la lectura, sino que hay ciertas obras que moldean al lector para que las entienda. Se establece así una ida y vuelta, que bien puede generar una retroalimentación ascendente.
No todo libro tiene lectores cuando se publica, así como no es lo mismo leer un libro en el momento de su publicación que leerlo décadas más tarde. Hay libros que sólo se comprenden tiempo después de haber sido publicados, como ocurrió con el Ulises de Joyce y En busca del tiempo perdido, de Proust. Lo mismo puede decirse de las novelas de Kafka, que se conocieron gracias a Brod, cuando el autor ya había fallecido. Y esto cabe no sólo cuando se trata de una misma obra leída por diferentes lectores, sino por una misma obra cuando es leída por el mismo lector pero en diferente época (Wellek y Warren, 173): nadie se baña dos veces en el mismo río, y nadie lee dos veces el mismo libro. El lector cambia, y cambiará, por ende, su apreciación del texto. «De este modo, cierta forma de ver o de interpretar, asumida en una época o propia de un conjunto de sujetos por razones de cultura, de clase o de generación, da lugar a tipos de lectura, en el sentido de sistema de leer o de lo que se busca en un texto, vinculados también a la eficacia en la producción de conocimiento» (Jitrik, 45).
Estos libros han exigido cierto tipo de lectura, es decir, cierto tipo de lector, que no existía en la época en que fueron escritos. Es posible que tanto Joyce como Proust o Kafka imaginaran un lector que aún estaba por formarse, y contribuyeron a esa formación desde el texto. La retroalimentación fue clara: estas obras enriquecieron a la literatura por plantear algo nuevo, y para que eso nuevo pudiera comprenderse formaron lectores, que a su vez enriquecieron a la sociedad y, por ende, a los futuros escritores. Los futuros escritores tenemos entonces la posibilidad de crear obras nuevas para enriquecer a la literatura. Se ha dado un paso adelante, una vuelta en la espiral ascendente. Esta evolución supone, entre otras cosas, la pérdida de la inocencia por parte del lector. El lector se vuelve “avisado”, participa de guiños, se vuelve más cómplice del autor. En otras palabras, aprende a jugar.
C. El escritor construye al lector
La escritura posee una connotación social, es un hecho que comunica. Pero como bien hace notar Calvino, no se escribe para un lector determinado, sino que se «escribe para los unos y para los otros. Todo libro (...) es leído por sus destinatarios y por sus enemigos» (Calvino, b, 184). El lector que se tiene en mente cuando se escribe es entonces un lector ideal, abstracto, suerte de alter ego del mismo autor, que proyecta sobre ese “lector ideal” sus mismas apetencias literarias y sus mismos conocimientos. Aunque Calvino se encargue de precisar que se debe presuponer un público más culto, más culto incluso que el escritor. Que dicho público exista o no carece de importancia. El escritor le habla a un lector que sabe más que él mismo, fingiendo saber más de lo que sabe para hablarle a alguien que sabe todavía más. La literatura tiene que jugar a la alza, apostar al encarecimiento, doblar la apuesta (Calvino, b, 184).
Un aspecto importante en la relación escritor-texto-lector es el de las estructuras de poder, que son las que pueden crear formas o modelar ciertas características o conductas sociales, como “gusto”, “moda” o “canon”. El poder en relación al lenguaje fue señalado hace ciento treinta años por Carrol a través de su personaje Zanco Panco, cuando le dice a Alicia que no importa el significado de las palabras, sino lo que él quiere que signifiquen.
Este concepto de poder, entroncado con el sistema de valores que posee una sociedad, a su producción de conocimiento y, por ende, su cultura, es quien va a modelar el lenguaje y las apetencias. Y no se trata necesariamente de un poder totalitario, sino de algo más sutil: todo lector lee desde un posicionamiento que quizás no conoce, pero que existe, es real y le hace ver (leer) el mundo de determinada manera.
Jitrik establece tres tipos básicos de lectura, que suponen otros tantos tipos (o conductas) de lector: 1) literal; 2) indicial y 3) crítica. Cada una de estas lecturas es más profunda que la anterior, de manera que la lectura de tipo literal es superficial y meramente informativa; en la del tipo indicial se intuye una trama de mayor complejidad, aunque el lector no se adentra en ella; y la lectura crítica, a la que «se debería tender de modo que llegue a ser la lectura de todos» (Jitrik, 60), con la cual la complejidad del texto es puesta en evidencia, es analizada, reelaborada y asimilada por el lector.
Conclusión. Es el lector quien elige, una vez más. Y lo hace sabiendo que participa de un juego: el escritor propone, pero el lector, que acepta o no el juego, dispone. Quien lee sabe que asistirá a una mentira, pero acepta el desafío de dejarse engañar y simula que cree en la historia que le están contando. Mientras dura el texto dura el sortilegio, la realidad se suspende y el lector se vuelve también actor, personaje de la historia que lee. La realidad real se imbrica con la realidad de la ficción, y el lector, que al elegir leer inicia el camino lúdico, es juez y parte. El juego termina (y recomienza) en el final del texto, cuando el círculo se cierra a la espera de una nueva convocatoria de lectura. En esa sístole y diástole se desarrolla la actividad de escritura y lectura, como dos pulsiones diferentes pero siempre complementarias.
Bibliografía
1. ACOSTA GÓMEZ, Luis A. (1989). El lector y la obra. Teoría de la recepción literaria. España, Gredos, 1989.
2. BARTHES, Roland (1966). Crítica y verdad. México, Siglo XXI
LECTURA Y LITERATURA JAVIER NAVARRO
RESUMEN
¿Qué es leer? ¿Puede enseñarse la literatura? ¿Cómo? ¿Tiene la epistemología algo que decir con relación a la teoría literaria, o es una mera moda pedante y fastidiosa?
En ninguno de los niveles de la enseñanza nacional se ha reflexionado sobre estos problemas, ni sistemática ni asistemáticamente, ni poco ni mucho, en cambio, sin ninguna racionalización, es decir, irracionalmente, se da por sentado que la literatura puede enseñarse, que leer es una simple técnica neutral y un oficio fácil y que la literatura es lo mismo que su teoría. He aquí una posición epistemológica ingenua, en otros términos, propia del sentido común y la banalidad.
Los problemas que suscita una teoría de la lectura y de la enseñanza no pueden desligarse de una toma de posición epistemológica, vamos a hablar primero de esos fenómenos cotidianos: el acto de leer y la enseñanza de la literatura como de experiencias que requieren ser descriptas desde diversos puntos de vista. La política, el psicoanálisis, la pedagogía, la lingüística, la semiología, etc., nos permitirán quizás pensar lo impensado, antes de proponer estrategias. ¿Es la lectura de un texto, y específicamente de un texto literario, una mera técnica más o menos burda, más o menos sofisticada, incluso perfeccionable (técnicas de lectura veloz) como nos lo propone el sentido común y como lo hemos creído los maestros durante muchos años? Indudablemente, para una buena lectura debe existir un buen manejo técnico, entendiendo por tal la habilidad para manipular el material que se presenta a los ojos del lector. Pero esta habilidad no es meramente mecánica, y no se incrementa por la simple repetición. Se puede leer a diario y leer mal durante toda la vida. Es posible que en el momento en que se aprenda a descifrar el alfabeto, se esté comenzando paradójicamente a entorpecer el proceso de lectura y se esté iniciando al niño en todos los vicios propios del lector adulto medio.
Muchos de esos vicios persistentes obedecen a atrofias de la habilidad técnica (lentitud, lectura de palabra por palabra, pobreza de vocabulario, incapacidad para comprender, etc.) pero pueden obedecer también a atrofias de la habilidad simbólica. No solo en el sentido literal de incapacidad para entender los símbolos, sino también y, especialmente a la incapacidad manifiesta del sujeto para ubicarse a nivel de sus fantasías inconscientes en un mundo de signos del cual él también forma parte puesto que lo constituye como humano, pues toda la cultura es significante. Esta incapacidad "simbólica" que es además, incapacidad de simbolización no es una deficiencia psicológica individual, sino más bien, una estructura de relación frente al lenguaje, de la cual difícilmente se escapa, y hace que casi todos nosotros nos contentemos con las lecturas más simples, puramente denotativas, salvo en los escasos momentos en que nos queremos convertir en lectores "serios", y aún en este caso, a cambio de la denotación solo encontramos muchas veces la confusión y el aburrimiento.
En primer lugar, para que la lectura sea provechosa es necesario desacralizarla. A la lectura hay que pensarla en relación con lo que se lee, con la calidad de las obras leídas. La lectura no es algo por sí mismo bueno, ni una actividad santificadora. Puede ser incluso un medio de alienación más, como la televisión o cualquiera de los medios masivos de comunicación. Podemos incluso hablar, matizando el término, de "alienación" en el sentido psicológico y hacer depender la afición desmedida por la lectura de un factor neurótico. La adicción por la lectura, casi siempre indiscriminada y superficial es una dependencia psicológica y, para no ser severos, en el mejor de los casos, la podríamos comparar con una manía clasificatoria o coleccionista, aunque no siempre el comprador de libros es lector consumado
En segundo lugar, es preciso ligar la actividad intelectual que implica el proceso de leer con el Deseo, con una actividad que no se agote en la repetición, con el goce de descubrir lo misterioso y enigmático. El verdadero deseo de leer "es deseo de violar lo oscuro, deseo de poseer un secreto, de estar en condiciones de ejercer por sí mismo una transformación de lo inerte.
Un deseo de leer que no sea pues un mero deseo obsesivo, una producción intelectual en la que el deseo escapa a la represión y a la compulsión de repetición, en otros términos, la lectura como goce de los sentidos latentes, como reescritura del significante en lo simbólico y por ende como trastorno de la relación imaginaria. El artista, el científico, el filósofo, en su trabajo ejecutan esta transformación constantemente: son productores de sentido, no obsesivos.
El lector se encargará de rellenarse de conocimientos y de placeres mentales. No es cierto. Debemos rechazar la mentira de la lectura fácil. Leer no es asentir, es imaginar. La lectura no debe ser un aburrido hábito, una sosa costumbre ‑aquí preferiríamos la palabra vicio, también inadecuada, pero más ligada al goce y a la transgresión‑ sino más bien una pasión y un juego. De esa manera queremos cuestionar la oposición entre lo fácil y lo difícil.
La oposición existe y a nivel ideológico puede ser útil. En la vida diaria hay cosas más fértiles que otras. Caminar un kilómetro es más fácil que caminar veinte. Leer el periódico es más fácil que leer la "Lógica" de Aristóteles. Sin embargo, los dos tipos de "facilidad" no son comparables. En el primero, la dificultad radica en el desgaste de energía física, en la pereza corporal en el cansancio. En el segundo caso, se trata de "complejidad"; pero la lectura del periódico puede también llegar a ser muy compleja si no nos limitamos a un mero deambular denotativo sobre el discurso periodístico. Una lectura semiológica convertiría la prensa diaria en una generadora de mensajes de una complejidad igual o mayor a la de la "Lógica" de Aristóteles. Pero esta misma lectura semiológica puede reducir la dificultad de la lectura del filósofo proporcionando las claves de sus "sentidos". Así las nociones de "fácil" y "difícil" funcionan en la vida ordinaria con relación a un modelo de "inercia". A mayor gasto de energía y movimiento más dificultad. Todo aquello que patrocina la inercia corporal y mental es denominado fácil. Pero no siempre es más fácil recorrer un kilómetro que veinte. En un partido de fútbol en el que ‑el jugador invierte una energía considerable, y en el que recorre muchos kilómetros, consideraría dificilísimo dejar de jugar solo por el hecho de que ya ha recorrido un kilómetro. Con un ciclista y un niño sucedería algo parecido. Hay personas para las cuales la lectura del periódico es un tormento, un derroche Innecesario de tiempo, una aburridora y monótona costumbre, mientras la lectura de un clásico de la filosofía es una pasión inmensa.
Existen por lo tanto dos factores: la relación con un código, por un lado, y la relación con el afecto, con una pasión, con un deseo. Si faltan los dos todo es difícil, si falta uno de ellos, la dificultad persiste aunque quizás mermada.
Esto nos invita por una parte a pensar en la manera como están hechos los códigos y por la otra, en el "interés" que despierta en el sujeto un código determinado, o, lo que es lo mismo, la cantidad de "libido" que puede dedicarle.
Los códigos más simples están construidos por pares de oposiciones, es decir, por elementos que se contraponen, muy limitados en su número, y por lo tanto en la posibilidad de sus combinaciones previstas y no previstas. La complejidad del código aumenta en la medida en que aumenta el número de elementos y por tanto el número de combinaciones previstas e imprevistas, haciendo que las reglas que delimitan su uso tengan cada vez más precisiones, salvedades y determinaciones. En el juego de cara y sello es casi nula la probabilidad de un imprevisto, pues sus elementos son dos que se excluyen mutuamente. Casi lo mismo sucede con los juegos de dados aunque las posibilidades previstas aumentan consideradamente . En los códigos propiamente dichos como el código de la lengua la posibilidad de combinación es ilimitada y los imprevistos infinitos. Esto hace que la "gramática" o reglas de esas combinaciones sean compleja, y que requiera más tiempo para su comprensión.
La lectura de un texto literario implica el conocimiento de esa compleja gramática de la lengua (en el sentido chomskiano el conocimiento de la gramática es inconsciente), el conocimiento de la "gramática" literaria (en el sentido empleado por Todorov cuando habla de la gramática del Decamerón) y el conocimiento de las posibilidades imprevistas en el código de la lengua ordinaria, de las transgresiones de ese código en los niveles fonético, morfosintáctico y semántico. Esto quiere decir que el texto literario trabaja con códigos (la lengua, la ideología) y destruye códigos produciendo al mismo tiempo códigos nuevos. Estos últimos están muy lejos de ser simples, de ser interpretables de manera bivalente o de ser reductibles a un sentido.
Son códigos abiertos, códigos que no aceptan la oposición simple, ni la exclusión de un elemento por otro. Son códigos y no son códigos, al mismo tiempo. Es por eso por lo que hay que hablar de la lectura como producción y por lo que hay que relacionarla con la escritura. Pensando ésta como reelaboración de otros códigos y como "interpretación", "lectura" de de otros textos. Solo este trabajo de escritura puede ser considerado como un trabajo de lectura real, efectiva.
Pero al hablar de escritura, de lectura, de interpretación, de reelaboración de códigos, es necesario hablar de un "sujeto" que interviene en esos procesos. Aquí tomamos la palabra "sujeto" tal y como la puede explicar el psicoanálisis freudiano: el sujeto es un cuerpo cargado libidinalmente escindido en su aparato psíquico por procesos energéticos de distinto orden que se interrelacionan y en los cuales lo que intercambia son siempre significante vale decir, representaciones ligadas a afectos. Conscientes e inconscientes, estas representaciones además de ser ligadas libidinalmente al cuerpo propio, cargan otros cuerpos y otros objetos. La imposibilidad de interesarnos por algo distinto de nosotros mismos.
Leer y escribir conforman una contradictoria unidad pulsional. Hay por supuesto lectores que no escriben en el sentido estricto del término, pero su labor de desciframiento psicológico y de participación afectiva, su sensibilidad para experimentar espiritualmente, su entrega al goce decodificador constituye casi un equivalente de la lectura activa del que escribe.
De lo anterior se puede deducir que entendemos por lectura: un trabajo de, con, sobre la lengua; un trabajo de "producción de sentidos" ‑como se dice actualmente. Por tanto, no consideramos como trabajo de "producción de sentidos" las lecturas escolares obligatorias, la actividad pasiva realizada con gran tesón por el estudiante en vísperas de un examen, la lectura informativa del periódico o la costumbre de leer los bestsellers para conciliar el sueño.
Entender por lectura como trabajo creador es una lectura plural generadora de goce y transformaciones subjetivas e intersubjetivas, modificadora de las relaciones imaginarias, cuestionadora del orden simbólico, para lo cual tiene que pasar necesariamente por una elaboración secundaria completamente dominada. No todos los efectos de este tipo de lectura en la que el trabajo es juego y deseo de manera Indistinta son necesariamente conscientes, puesto que en sentido estricto solo es consciente una muy pequeña parte de nuestra existencia ordinaria.
El otro tipo de lectura "ingenua" es completamente inconsciente de sus efectos, no sabe que sólo produce aquellos sentidos que ratifican la estructura neurótica del sujeto, que sólo toma los elementos significantes que la compulsión de repetición y el determinismo psíquico utilizan para reprimir al mismo tiempo cualquier otro material "angustiante", "liberado", des equilibrador de la balanza energética del hombre "normal", des articulador de la supuesta verdad constituida y constituyente.
Lectura ingenua no equivale a lectura "inocente". "Cada uno proyecta en el libro lo que es, lo que el mundo ha hecho de él, lo que el mundo le remite " (6). La pretendida inocencia o neutralidad en la lectura es también "interpretación" sola que como “dislocación de las relaciones internas de un texto para someterlo a
Cuando se habla de enseñar de enseñar a leer nos referimos entonces al deseo pedagógico de proporcionarle al estudiante las posibilidades ‑muchas veces negadas por el medio en que vive‑ de descubrir el "placer" de la lectura. Proporcionarle no solamente espacio y comodidad, emulación y estímulos, técnicas de lectura (de dudosa utilidad) sino y fundamentalmente un momento psicológico intra e intersubjetivo, es decir, la oportunidad de descubrir por cuenta propia el goce de la interpretación, de intercambiar, socializándolas, las opiniones y los sentimientos que suscitan los textos, aprender enseñando, leer escribiendo y hablando, producir produciendo. Todo otro intento pedagógico sería restrictivo, represivo y frustratorio. A nadie, creo yo, se le puede exigir que goce, obligarlo a sentir cuando no lo siente, y solo con goce y placer hay producción, lectura, escritura, investigación, aprendizaje.
El propósito de enseñar a leer la literatura se presenta como profundamente conflictivo y paradójico, pues no es la concepción tradicional de enseñar algo al que no sabe nada la que motiva, sino la de facilitar (también en sentido psicoanalítico) a quien ya posee un discurso, el flujo de la significación, el gasto y la transformación de sentidos, la posibilidad de familiarizarse con la lectura plural, con los juegos de palabras y de frases, con los hipo y los hiper‑ sentidos, con lo significante , con la ironía, el sobreentendido, el silencio reticente, los matices, la repetición obsesiva, la alusión política, el paso de la poesía lírica a la narración, y los tropos inagotables.
Conclusión, la pedagogía de la literatura no puede de ninguna manera separarse de una pedagogía de la lectura.
Referencias:
(1) Freud, Sigmund: Un recuerdo infantil de Leonardo de Vinci. Editorial Biblioteca Nueva Tomo V., pág. 1587.
ENCUENTRO DOS: FUNCIONES DEL ENGUAJE
RESUMEN
Teoría
La obra de Jakobson, aunque considerable, es dispersa y no está sistematizada en grandes obras. Consta de 475 títulos, de los que 374 son libros o artículos y 101 son textos diversos (poemas, prefacios, introducciones o artículos periodísticos). Además, buena parte de ella se ha realizado en colaboración con otros autores. Hasta 1939 se ocupa principalmente de poética y teoría de la literatura. En los años americanos domina la lingüística.
Jakobson era un investigador teórico más que un empírico y se siente a gusto en la multidisciplinariedad. Su obra toca simultáneamente las disciplinas de la antropología, la patología del lenguaje, la estilística, el folclore y la teoría de la información. Por ello recurrió a una veintena de colaboradores diferentes en distintas disciplinas. Suya es la primera definición moderna del fonema: "Impresión mental de un sonido, unidad mínima distintiva o vehículo semántico mínimo". Reduce todas las oposiciones fonológicas posibles a solamente doce: vocálico/no vocálico, consonántico/no consonántico, compacto/difuso, sonoro/no sonoro, nasal/oral, etc., lo que ha suscitado muchas objeciones, sobre todo por su carácter reduccionista (se le achaca una tendencia excesiva hacia las clasificaciones binarias, que no siempre se ajustan a una realidad lingüística más variada). Pero fue un pionero de la fonología diacrónica con su trabajo de 1931.
Sus investigaciones sobre el lenguaje infantil fueron también muy innovadoras, al destacar el papel universal que en el mismo tienen las oclusivas y las nasales.
También son modelos, sugerentes y pioneros sus estudios sobre las afasias, en los que deslinda dos tipos de anomalías: las relacionadas con la selección de unidades lingüísticas o anomalías paradigmáticas, y las relacionadas con la combinación de las mismas, o anomalías sintagmáticas. Este estudio provocó un interés apasionado en los neurólogos y los psiquiatras y la renovación de los estudios médicos en este campo.
La estilística y la poética son sin duda las preocupaciones más antiguas y profundas de Jakobson.
Sus teorías se desarrollaron dentro del formalismo ruso, que constituía una reacción contra una tradición de teoría literaria rusa excesivamente dominada por los aspectos sociales, y por tanto concede mucha importancia a las formas, desde las más simples (recurrencias fónicas) a las más complejas (géneros literarios). Sus teorías se presentan fundamentalmente en el artículo "Lingüística y poética", de 1960, incluido en sus Ensayos de lingüística general.
De su teoría de la información, constituida en 1948 y articulada en torno a los factores de la comunicación (emisor, receptor referente, canal, mensaje y código) Jakobson dedujo la existencia de seis funciones del lenguaje: la expresiva, la apelativa, la representativa, la fática, la poética y la metalingüística, completando así el modelo de Karl Bühler.
EL ARTE COMO LENGUAJE: YURI LOTMAN
RESUMEN
El arte es uno de los medios de comunicación. Evidentemente, realiza una conexión entre el emisor y el receptor (el hecho de que en determinados casos ambos puedan coincidir en una misma persona no cambia nada, del mismo modo que un hombre que habla solo une en sí al locutor y al auditor. ¿Nos autoriza esto a definir el arte como un lenguaje organizado de un modo particular?
Todo sistema que sirve a los fines de comunicación entre dos o numerosos individuos puede definirse como lenguaje (como ya hemos señalado, en el caso de la autocomunicación se sobreentiende que un individuo se presenta como dos). La frecuente indicación de que el lenguaje presupone una comunicación en una sociedad humana no es, en rigor, obligatoria, puesto que, por un lado, la comunicación lingüística entre el hombre y la máquina y la de las máquinas entre sí no es en la actualidad un problema teórico, sino una realidad técnica. Por otro lado, la existencia de determinadas comunicaciones lingüísticas en el mundo animal está fuera de dudas. Por el contrario, los sistemas de comunicación en el interior del individuo (por ejemplo, los mecanismos de regulación bioquímica o de señales transmitidas por la red de nervios del organismo) no representan lenguajes.
En este sentido, podemos hablar de lenguas no sólo al referirnos al ruso, al francés, al hindi o a otros, no sólo a los sistemas artificialmente creados por diversas ciencias, sistemas creados para la descripción de determinados grupos de fenómenos (los denominan lenguajes “artificiales” o metalenguajes de las ciencias dadas), sino también al referirnos a las costumbres, rituales, comercio, ideas religiosas. En este mismo sentido, puede hablarse del “lenguaje” del teatro, del cine, de la pintura, de la música, del arte en general como de un lenguaje organizado de modo particular.
Sin embargo, al definir el arte como lenguaje, se expresa con ello unos juicios determinados acerca de su organización. Todo lenguaje utiliza unos signos que constituyen su “vocabulario” (a veces se le denomina “alfabeto”; para una teoría general de los sistemas de signos estos conceptos son equivalentes), todo lenguaje posee unas reglas determinadas de combinación de estos signos, todo lenguaje representa una estructura determinada, y esta estructura posee su propia jerarquización.
Según con este planteamiento del problema permite abordar el arte desde dos puntos de vista diferentes:
Primero, destacar en el arte aquello que lo emparentan con otro lenguaje e intentar describir estos aspectos en los términos generales de la teoría de los sistemas de signos.
Segundo, y basándose en la primera descripción, destacar en el arte aquello que le es propio como lenguaje particular y le distingue de otros sistemas de este tipo.
Puesto que el concepto de “lenguaje” en ese significado específico que se le da en los trabajos de semiología y que difiere sustan-cialmente del empleo habitual, el término que se entiende por lenguaje cualquier sistema de comunicación que emplea signos ordenados de un modo particular. Vistos de esta manera los lenguajes se distinguirán:
Primero, de los sistemas que no sirven como medios de comunicación;
Segundo, de los sistemas que sirven como medios de comunicación, pero que no utilizan signos;
Tercero, de los sistemas que sirven como medios de comunicación, pero que no emplean en absoluto o casi no emplean signos ordenados.
La primera oposición permite separar los lenguajes de aquellas formas de la actividad humana que no están relacionadas de un modo directo y por su finalidad con el almacenamiento y transmisión de información. La segunda permite introducir la siguiente distinción: la comunicación semiológica tiene lugar principalmente entre individuos; la no semiológica, entre sistemas en el interior del organismo. Sin embargo, sería, al parecer, más correcto interpretar esta oposición como antítesis de las comunicaciones al nivel del primero y del segundo sistemas de señales, dado que, por un lado, son posibles relaciones extrasemiológicas entre organismos (particularmente considerables en los animales inferiores, pero se conservan en el hombre en forma de los fenómenos que estudia la telepatía), y por otro, es posible la comunicación semiológica en el interior del organismo. Nos referimos no sólo a la autoorganización por parte del hombre de su mente mediante determinados sistemas semiológicos, sino también a aquellos casos en que los signos irrumpen en la esfera de la señalización primaria (el hombre que “conjura” con palabras un dolor de muelas; que actúa sobre sí mismo con palabras para soportar un sufrimiento o una tortura física).
Si el lenguaje es una forma de comunicación entre dos individuos, deberemos hacer algunas precisiones. Será más cómodo sustituir el concepto de “individuo” por los de “transmisor del mensaje” (remitente) y “receptor del mensaje” (destinatario). Esto nos permitirá introducir en el esquema aquellos casos en que el lenguaje no une a dos individuos, sino a dos mecanismos transmisores (receptores), por ejemplo, un aparato telegráfico y el dispositivo de grabación automática conectado a aquél.
Entonces. Así, el arte puede describirse como un lenguaje secundario, y la obra de arte como un texto en este lenguaje.
Las citas que destacan el carácter indivisible de la idea poética respecto a la estructura peculiar del texto que le corresponde, respecto al lenguaje peculiar del arte. He aquí una anotación de A. Blok (julio de 1917): “Es falso que las ideas se repitan. Toda idea es nueva, puesto que lo nuevo la rodea y le da forma. Para que, resucitado, no pueda levantarse. Que no pueda levantarse del ataúd. (Lermontov, lo he recordado ahora) son ideas totalmente distintas. Lo común en ellas es el ‘contenido’, lo cual prueba una vez más que un contenido informe no existe por sí mismo, no posee peso propio”.
De esta manera el discurso poético representa una estructura de gran complejidad. Aparece como considerablemente más complicado respecto a la lengua natural. Y si el volumen de información contenido en el discurso poético (en verso o en prosa, en este caso no tiene importancia) y en el discurso usual fuese idéntico, el discurso poético perdería el derecho a existir y, sin lugar a dudas, desaparecería. Pero la cuestión se plantea de un modo muy diferente: la complicada estructura artística, creada con los materiales de la lengua, permite transmitir un volumen de información completamente inaccesible para su transmisión mediante una estructura elemental propiamente lingüística. De aquí se infiere que una información dada (un contenido) no puede existir ni transmitirse al margen de una estructura dada. Si repetimos una poesía en términos del habla habitual, destruiremos su estructura y, por consiguiente, no llevaremos al receptor todo el volumen de información que contenía. Así, pues, el método de estudio por separado del “contenido” y de las “particularidades artísticas” tan arraigado en la práctica escolar, se basa en una incomprensión de los fundamentos del arte, y es perjudicial, al inculcar al lector popular una idea falsa de la literatura como un procedimiento de exponer de un modo prolijo y embellecido lo mismo que se puede expresar de una manera sencilla y breve. Si se pudiera resumir en dos páginas el contenido de Guerra y Paz o de Eugenio Oneguin, la conclusión lógica sería: no hay que leer obras largas, sino breves manuales. A esta conclusión empujan no los maestros malos a sus alumnos indolentes, sino todo el sistema de enseñanza escolar de la literatura, sistema que, a su vez, no hace sino reflejar de un modo simplificado y, por tanto, más neto, las tendencias que se hacen sentir en la ciencia de la literatura.
El pensamiento del escritor se realiza en una estructura artística determinada de la cual es inseparable. Decía L. N. Tolstoi acerca de la idea fundamental de Ana Karenina: “Si quisiera expresar en palabras todo lo que he querido decir con la novela, tendría que escribir desde un principio la novela que he escrito las ideas encadenadas entre sí para expresarme; pero todo pensamiento extraordinariamente gráfica la idea de que el pensamiento artístico se realiza a través de la “concatenación” –la estructura– y no existe sin ésta, que la idea del artista se realiza en su modelo de la realidad. Continúa Tolstoi: “... hacen falta personas que demuestren lo absurdo que es buscar ideas aisladas en una obra de arte y dirijan constantemente a los lectores en el infinito laberinto de concatenaciones que constituyen la esencia del arte y en las leyes que forman la base de estas concatenaciones”.
El arte entre otros sistemas semiológicos
El estudio del arte partiendo de las categorías de un sistema de comunicación permite plantear, y en parte resolver, una serie de problemas que habían quedado fuera del campo visual de la estética tradicional y de la teoría de la literatura.
La moderna teoría de los sistemas de signos posee una concepción suficientemente elaborada de la comunicación que permite esbozar los rasgos generales de la comunicación artística. Todo acto de comunicación incluye un remitente y un destinatario de la información. Para que el destinatario comprenda al remitente del mensaje es precisa la existencia de un intermediario común: el lenguaje
En determinado, todo el conjunto del contenido mediante un lenguaje que posea únicamente dos nombres: metales y metaloides, o introduciremos otros sistemas de anotación hasta que lleguemos a la segmentación en elementos y su designación mediante letras aisladas. Es evidente que cada uno de los sistemas de anotación reflejará una determinada concepción científica de clasificación de lo que se designa. De este modo, todo sistema de lenguaje químico es, al mismo tiempo, un modelo de una determinada realidad química. Hemos llegado a una conclusión esencial: todo lenguaje es un sistema no sólo de comunicación, sino también de modelización, o más exactamente, ambas funciones se hallan indisolublemente ligadas.
En ese sentido, el arte se plantea de un modo muy distinto. Aquí, por un lado, se manifiesta una tendencia constante a la formalización de los elementos portadores de contenido, a su fijación, a su transformación en clichés, a la transición completa de la esfera del contenido al campo convencional del código.
Por otro lado, la tendencia a interpretar todo el texto artístico como significante es tan grande que con razón consideramos que en la obra nada es casual. Y volveremos reiteradamente a la afirmación profundamente justificada de R. Jakobson acerca del significado artístico de las formas gramaticales en el texto poético, así como a otros ejemplos de semantización de los elementos formales del texto en el arte.
Evidentemente, la correlación de estos dos principios en diversas formas históricas y nacionales del arte será diferente. Pero su existencia e interrelación son constantes. “En la obra de arte todo corresponde al lenguaje artístico” y “En la obra de arte todo es mensaje”, la contradicción en que incurrimos será sólo aparente.
Surge naturalmente la cuestión: ¿no se podría identificar el lenguaje con la forma de la obra de arte y el mensaje con el contenido y no desaparecería entonces la afirmación de que el análisis estructural elimina el dualismo del examen del texto artístico desde el punto de vista de la forma y el contenido? Es evidente que no se puede hacer semejante identificación. Ante todo porque el lenguaje de una obra de arte no es en modo alguno “forma”, si conferimos a este concepto la idea de algo externo respecto al contenido portador de la carga informacional. El lenguaje del texto artístico es en su esencia un determinado modelo artístico del mundo y, en este sentido, pertenece, por toda su estructura, al “contenido”, es portador de información. Ya señalado que el modelo del mundo que crea el lenguaje es más general que el modelo de mensaje profundamente individual en el momento de su creación. Ahora conviene indicar otra circunstancia: el mensaje artístico crea el modelo artístico de un determinado fenómeno concreto; el lenguaje artístico construye un modelo de universo en sus categorías más generales, las cuales, al representar el contenido más general del mundo, son la forma de existencia de objetos y fenómenos concretos. De este modo, el estudio del lenguaje artístico de las obras de arte no sólo nos ofrece una cierta norma individual de relación estética, sino que asimismo reproduce el modelo del mundo en sus rasgos más generales. Por eso, desde determinados puntos de vista, la información contenida en la elección del tipo de lenguaje artístico se presenta como la esencial. La elección, por parte del escritor, de un determinado género, estilo o tendencia artística supone asimismo una elección del lenguaje en el que piensa hablar con el lector. Este lenguaje forma parte de una completa jerarquía de lenguajes artísticos de una época dada, de una cultura dada, de un pueblo dado o de una humanidad dada (al fin y al cabo surge también este planteamiento de la cuestión). Aquí es preciso tener en cuenta un rasgo esencial al que todavía volveremos: el lenguaje de una ciencia dada es para ella único, ligado a un objeto y aspecto particulares que le son propios. La transcodificación de una lengua a otra, extraordinariamente productiva en la mayoría de los casos, y que surge en relación con problemas interdisciplinarios, descubre en un objeto que parecía único los ejemplos de dos ciencias o conduce a la creación de una nueva rama del conocimiento y de un nuevo metalenguaje que le es propio.
En el lenguaje del arte, con su doble finalidad de modelización simultánea del objeto y del sujeto, tiene lugar una lucha constante entre la idea acerca de la unicidad del lenguaje y la idea de la posibilidad de elección entre sistemas de comunicación artísticos en cierto modo equivalente. En un polo se halla la reflexión que ya preocupaba al autor del Cantar de las huestes de Igor: cantar “según las bilinas de la época” o “según lo entendía Bayan”; en el otro polo, la afirmación de Dostoievski: “Yo incluso creo que para diferentes formas de arte existen las correspondientes series de ideas poéticas hasta el punto de que ninguna idea se puede expresar en forma distinta a la que le corresponde”.
El concepto de lenguaje del arte literario
El concepto de “lenguaje del arte” es evidente que la literatura, como una de las formas de comunicación de masas, debe poseer su propio lenguaje. “Poseer su propio lenguaje”: esto significa tener un conjunto cerrado de unidades de significación y de las reglas de su combinación que permiten transmitir ciertos mensajes.
Pero la literatura ya se sirve de uno de los tipos de lenguaje: la lengua natural. ¿Cuál es la correlación existente entre el “lenguaje de la literatura” y la lengua natural en que la obra está escrita (ruso, inglés, italiano o cualquier otra) Entonces la literatura se expresa en un lenguaje especial, el cual se superpone sobre la lengua natural como un sistema secundario. Por eso la definen como un sistema modelizador secundario. Desde luego, la literatura no es el único sistema modelizador secundario, pero su estudio dentro de esta serie de sistemas nos llevaría demasiado lejos de nuestro objetivo inmediato.
Decir que la literatura posee su lenguaje, lenguaje que no coincide con la lengua natural, sino que se superpone a ésta, significa decir que la literatura posee un sistema propio, inherente a ella, de signos y de reglas de combinación de éstos, los cuales sirven para transmitir mensajes peculiares no transmisibles por otros medios. Intentaremos demostrarlo.
Cabe señalar que los signos en el arte no poseen un carácter convencional, como en la lengua, sino icónico, figurativo. Evidente por lo que se refiere a las artes figurativas, aplicada a las artes verbales arrastra una serie de consecuencias esenciales. Los signos icónicos se construyen de acuerdo con el principio de una relación condicionada entre la expresión y el contenido. Por ello es generalmente difícil delimitar los planos de expresión y de contenido en el sentido habitual para la lingüística estructural. El signo modeliza su contenido. Se comprende que, en estas condiciones, se produzca en el texto artístico la semantización de los elementos extrasemánticos (sintácticos) de la lengua natural. En lugar de una clara delimitación de los elementos semánticos se produce un entrelazamiento complejo: lo sintagmático a un nivel de la jerarquía del texto artístico se revela como semántico a otro nivel.
De este modo, todo texto artístico se crea como un signo único. Aun representando un solo signo, el texto sigue siendo un texto (una secuencia de signos) en una lengua natural y por ello conserva la división en palabras-signos del sistema lingüístico general. Surge así ese fenómeno característico del arte por el cual un mismo texto, al aplicarle diferentes códigos, se descompone distintamente en signos.
Las reglas de la sintagmática del texto están asimismo relacionadas con esta tesis. No se trata únicamente de que los elementos semánticos y sintagmáticos sean mutuamente convertibles, sino también de que el texto artístico se presenta simultáneamente como conjunto de frases, como frase y como palabra. En cada uno de estos casos el carácter de las conexiones sintagmáticas es distinto.
Sobre la pluralidad de los códigos artísticos
La comunicación artística posee una interesante peculiaridad: los tipos habituales de conexión conocen únicamente dos casos de relaciones del mensaje en la entrada y salida del canal de comunicación: la correspondencia y la no correspondencia. Esta última se considera un error y surge a causa del “ruido en el canal de conexión”, es decir, diversas circunstancias que obstaculizan la transmisión. Las lenguas naturales se aseguran contra las deformaciones gracias al mecanismo de redundancia, una especie de reserva de estabilidad semántica.
Se trata de que, en una serie de casos, el receptor del texto se ve obligado no sólo a descifrar el mensaje mediante un código determinado, sino también establecer en qué “lenguaje” está codificado el texto.
Es preciso distinguir los siguientes casos:
I. a) El receptor y el transmisor emplean un código común: sin duda se sobreentiende que existe un lenguaje artístico común, tan sólo el mensaje es nuevo. Este es el caso de todos los sistemas artísticos de “identidad estética”. Cada vez la situación de la realización, la temática y otras condiciones extratextuales sugieren infaliblemente al oyente el único lenguaje artístico posible del texto dado.
b) Una variedad de este caso será la percepción de los modernos textos de masas hechos de clichés. Pero si en el primer caso ello supone la condición para establecer la comunicación artística y como tal se destaca por todos los medios, en el segundo caso el autor se esfuerza por disimular este hecho: confiere al texto los rasgos falsos de otro cliché o sustituye un cliché por otro. En este caso el lector, antes de recibir el mensaje, debe elegir entre los lenguajes artísticos de que dispone aquel en el que está codificado el texto o una parte del mismo. La propia elección de uno de los códigos conocidos produce una información suplementaria. Sin embargo, su magnitud es insignificante, puesto que la lista a partir de la cual se efectúa la elección es siempre relativamente pequeña.
II. Muy distinto es el caso en que el oyente intenta descifrar el texto recurriendo a un código distinto al del creador. Aquí son igualmente posibles dos tipos de relaciones.
a) El receptor impone al texto su lenguaje artístico. En este caso el texto se somete a una transcodificación (a veces incluso a una destrucción de la estructura del transmisor). La información que intenta recibir el receptor es un mensaje más en un lenguaje que ya conoce. En este caso se maneja el texto artístico como si de un texto no artístico se tratara.
b) El receptor intenta percibir el texto de acuerdo con los cánones que ya conoce, pero el método de pruebas y errores le convence de la necesidad de crear un código nuevo, desconocido para él. Tienen lugar aquí una serie de procesos de interés. El receptor entra en pugna con el lenguaje del transmisor y puede resultar vencido en esta lucha: el escritor impone su lenguaje al lector, el cual lo asimila, lo convierte en su instrumento de modelización de la vida. Sin embargo, es más frecuente, al parecer, en la práctica, que en el proceso de asimilación el lenguaje del escritor se deforme, se someta a una especie de criollización de los lenguajes ya existentes en el arsenal de la conciencia del lector. Surge aquí una cuestión fundamental: este proceso posee, al parecer, sus leyes selectivas. En general, la teoría de la mezcla de las lenguas, esencial para la lingüística, deberá desempeñar un enorme papel en el estudio de la percepción del lector.
Otro caso de interés: la relación entre lo casual y lo sistemático en el texto artístico posee distinto significado para el transmisor y para el receptor. Al recibir un mensaje artístico, para cuyo texto debe aun elaborar el código para descifrarlo, el receptor construye un determinado modelo. Pueden surgir aquí sistemas que organicen los elementos casuales del texto confiriéndoles significación. De este modo, al pasar del emisor al receptor, puede aumentar el número de elementos estructurales significativos. Es éste uno de los aspectos de un fenómeno complejo y hasta ahora poco estudiado como es la capacidad del texto artístico para acumular información.
La magnitud de la entropía de los lenguajes artísticos del autor y del lector
El problema de la correlación entre el código artístico sintético del autor y el analítico del lector posee otro aspecto. Ambos códigos representan una construcción jerárquica de gran complejidad.
El problema se ve complicado por el hecho de que un mismo texto real puede, a distintos niveles, estar supeditado a diversos códigos (este caso, bastante frecuente, no lo estudiaremos más adelante por razones de simplificación).
Para que un acto de comunicación tenga lugar es preciso que el código del autor y el código del lector formen conjuntos intersacados de elementos estructurales, por ejemplo, que el lector comprenda la lengua natural en la que está escrito el texto. Las partes del código que no se entrecruzan constituyen la zona que se deforma, se somete al mestizaje o se reestructura de cualquier otro modo al pasar del escritor al lector.
Al parecer toda la información que entra en la conciencia del hombre se organiza en una jerarquía determinada, y el cálculo de su cantidad tiene sentido únicamente en el interior de los niveles, ya que sólo en estas condiciones se observa la homogeneidad de los factores constitutivos. La cuestión de cómo se forman y se clasifican estas jerarquías de valores pertenece a la tipología de la cultura y debe excluirse de la presente exposición.
Por consiguiente, al abordar los cálculos de la entropía de un texto artístico, se deben evitar las confusiones:
a) de la entropía del código del autor y del lector,
b) de la entropía de los diferentes niveles del código.
El primero en plantear el problema A. N. Kolmogorov constituyó la base de los trabajos de sus alumnos y, en lo fundamental, determinó la actual orientación de los estudios de lingüística estadística en la poética soviética contemporánea.
A. N. Kolmogorov diseñó y resolvió el problema de la definición estrictamente formal de una serie de conceptos de partida de la ciencia del verso. Seguidamente, apoyándose en un amplio material estadístico, se estudiaron las probabilidades de aparición de determinadas figuras rítmicas en un texto no poético (no artístico), así como las probabilidades de diversas variaciones dentro de los tipos fundamentales de la métrica rusa. Puesto que estos cálculos métricos daban invariablemente características dobles: de los fenómenos del substrato fundamental y de las desviaciones del mismo (el sustrato de la norma lingüística general y el discurso poético como caso individual; las normas estadísticas medias del yambo ruso y las probabilidades de aparición de variedades aisladas, etc.), surgía la posibilidad de valorar las posibilidades informacionales de una determinada variedad de discurso poético. Con ello, a diferencia de la ciencia del verso de la década de los años 1920, se planteaba el problema de la capacidad de contenido de las formas métricas y, al mismo tiempo, se avanzaba hacia la medición de este contenido con los métodos de la teoría de la información.
La aplicación por parte de A. N. Kolmogorov de los métodos teórico-infor- macionales al estudio de los textos poéticos hizo posible la medición exacta de la información artística. Es preciso destacar aquí la extraordinaria prudencia del investigador, quien puso en guardia reiteradamente contra el excesivo entusiasmo por los todavía bastante modestos resultados del estudio matemático-estadístico, teórico-informacional y, en definitiva, cibernético, de la poesía. “La mayor parte de los ejemplos de modelización en las máquinas de los procesos de creación artística, citados en las obras de cibernética, nos sorprenden por su carácter primitivo (compilación de melodías con fragmentos de cuatro o cinco notas tomados de unas decenas de conocidas melodías, etc.). En las publicaciones no cibernéticas el análisis formal de la creación artística hace tiempo que ha alcanzado un nivel elevado. La inclusión en estas investigaciones de las ideas de la teoría de la información y de la cibernética puede ser de gran utilidad. Pero un avance real en esta dirección exige una elevación esencial del nivel de los intereses y de los conocimientos humanísticos entre los investigadores en cibernética.”
Partiendo de que el modelo de A. N. Kolmogorov no tiene como finalidad reproducir el proceso de creación individual que, claro está, transcurre de un modo intuitivo y por múltiples vías difícilmente definibles, sino que nos ofrece únicamente un esquema general de aquellas reservas del lenguaje a costa de las cuales tiene lugar la creación de la información poética, intentemos interpretar este modelo a la luz del hecho indiscutible de que la estructura del texto, desde el punto de vista del remitente, difiere en su tipo del enfoque que a este problema da el destinatario del mensaje artístico.
Así, el escritor, al agotar la capacidad semántica del lenguaje, construye un cierto pensamiento y, a expensas del agotamiento de la flexibilidad del lenguaje, elije los sinónimos para su expresión. En este caso el escritor es realmente libre para sustituir algunas palabras o partes del texto por otras semánticamente equivalentes. Basta con echar una mirada a los borradores de muchos escritores para comprobar este proceso de sustitución de algunas palabras por sus sinónimos. Sin embargo, al lector el cuadro se le presenta de un modo distinto: el lector considera que el texto que se le ofrece (si se trata de una obra de arte perfecta) es el único posible –"no se puede quitar ni una sola palabra de la canción"–. La sustitución de una palabra en el texto no supone para él una variante del contenido, sino un contenido nuevo. Si llevamos esta tendencia a un extremo ideal, podemos afirmar que para el lector no existen sinónimos. En cambio, se amplía considerablemente para él la capacidad semántica del lenguaje. Se puede decir en verso aquello que los no-versos no tienen medios de expresar. La simple repetición de una palabra varias veces la convierte en desigual a sí misma. De este modo, la flexibilidad del lenguaje (h2) se transforma en una cierta capacidad complementaria de significado, creando una peculiar entropía del "contenido poético". Pero el propio poeta es oyente de sus versos y puede escribirlos guiado por la conciencia de lector. En este caso las posibles variantes de texto dejan de ser equivalentes desde el punto de vista del contenido: semantiza la fonología, la rima, las consonancias le sugieren la variante a elegir del texto, el desarrollo del argumento cobra autonomía, como cree el autor, respecto a su voluntad. Esto significa el triunfo del punto de vista del lector, quien percibe todos los detalles del texto como portadores de significado.
RESUMEN
El papel del lector en la organización del texto. Se consideran tres formas posibles de participación del lector: a. el lector construye al texto que lee; b. el texto leído construye al lector; y/o c. el escritor construye al lector.
«El lector es un conjunto de condiciones de felicidad»
Umberto Eco
«Un puente es un puente con un hombre arriba»
Julio Cortázar
Cuentan que en Sudán se establece un rito cada vez que el narrador va a hablar; el narrador dice:
—Voy a contarles un cuento.
A lo que los asistentes, infaliblemente, contestan: — ¡Tamun! (quiere decir:¡claro que sí!).
El diálogo prosigue:
—No todo es verdad.
—¡Namún!
—Pero no todo es mentira.
Es decir: los que van a escuchar saben que entran, de esa manera, en un ámbito fuera del tiempo, fuera de lo real, y que eso implica aceptar una suspensión de la realidad, y acatar otras reglas que no son las del mundo físico concreto en que viven. Los oyentes se vuelven cómplices del orador. Así los lectores, también, cuando toman un texto en sus manos. Quizás el ejemplo más claro (y el deseo de todo autor, sin dudas) sea el planteado por Calvino en el cuento «La aventura de un lector», donde el personaje se resiste a la seducción de una bañista pues «mientras pudiera, quería seguir adelante con la lectura. Su temor era no poder terminar la novela: el comienzo de una relación de verano podía significar el fin de sus tranquilas horas de soledad, un ritmo completamente diferente que se adueñaba de sus días de vacaciones; y ya se sabe que, cuando uno está completamente enfrascado en la lectura de un libro, si tiene que interrumpirla para reanudarla al cabo de un tiempo, casi todo el gusto se pierde: se olvidan muchos detalles, uno no logra entrar como antes» (Calvino, a, 111-112).
La lectura no es un hecho natural, como “ver”. Requiere de un proceso mental, es un producto social, está ligada a la civilización y a la cultura. Por eso leer es difícil, exige un esfuerzo, y supone en el lector una cuota de conocimiento, una competencia, que le permita entender lo que lee, procesarlo, y utilizarlo luego en consecuencia. Por eso leer es participar: se participa de un juego, de una idea, de un proceso. Es un hecho activo, no pasivo. Para algunos incluso (quizás más todavía en esta época) constituye «un acto subversivo» (Pennac,13).
En la relación escritor-texto-lector existen tres figuras posibles que no necesariamente se dan por separado; de hecho lector y texto se construyen mutuamente, en una ida y vuelta, pero para el caso que nos ocupa vale la división:
El lector construye al texto
El texto construye al lector
El escritor construye al lector
A. El lector construye al texto
Lector y escritor van juntos. No existe uno sin el otro. En cierta medida leer es escribir, como sostenía Barthes, y es también hacer, como sostiene Jitrik ya desde un título, Cuando leer es hacer. Hay, así, un acto, una voluntad, y una construcción de una esfera lúdica, de sentido, por parte del lector. Yo como lector acepto construir un mundo que la lectura me sugiere. De allí que haya tantas posibilidades de lectura para un mismo texto como lectores existen. Es lo que plantea Borges en «Pierre Ménard, inventor del Quijote»: al leer se reelabora la propuesta original del escritor, se potencia, se la vuelve activa, gerundio. «Somos nosotros los verdaderos Pierre Ménard de Borges; nosotros, quienes las hacemos (a las obras) nuevas en la lectura», afirma Tacca (p. 9). Así, «con cada acto de lectura y con cada lector surge para el texto una situación distinta. (...) De esta manera ocurre que la experiencia estética, que tiene lugar con esta actividad de cooperación, surge a partir de una relación de la realidad del texto con la vida extratextual de todos los días. La labor de constitución que realiza el receptor se apoya y configura en la referencia con los problemas de la vida diaria» (Acosta Gómez, 168-169).
De acuerdo con lo anterior el lector lee desde un posicionamiento determinado por el medio y sus circunstancias, hay que reconocer que el autor también escribe determinado por su propio medio y sus propias circunstancias. La situación de la producción del texto determina al autor, y la situación de la recepción del texto determina al lector (Spillner, 110). El texto será reelaborado desde esa situación de recepción en que se encuentre el lector en el momento de la lectura.
Entonces hay tres buenos ejemplos que señalan las particularidades del lector: Berti, como lector de Hawthorne, hace una reelaboración y escribe la novela La mujer de Wakefield, que coquetea con el cuento y algunas ideas de Hawthorne y es, además, un texto nuevo, que Hawthorne no imaginó y que completa al cuento original al funcionar como un reflejo especular: Hawthorne narra desde el punto de vista de Wakefield, y Berti desde el punto de vista de la mujer de Wakefield.
El segundo ejemplo es el de Shields, en El misterio de Mary Swann: en un simposio sobre literatura han desaparecido los ejemplares del libro sobre el cual versa, justamente, el simposio, y los asistentes deben apelar a su buena o mala memoria para recordar los poemas. Como sólo recuerdan palabras o versos incompletos, el resultado final se asemeja a un Frankenstein literario que en nada recuerda al libro robado. Y como Shields en ningún momento presenta alguno de los poemas tal cual fuera escrito por Mary Swann, el lector permanece perdido en la “oscura selva” de la verborragia académica, sin asidero que le permita, siquiera, saber qué escribió la difunta Swann. Toda ironía sobre los congresos de literatura no es casualidad, en especial porque Shields sabe de qué escribe: es catedrática de literatura en la Universidad de Manitoba, en Canadá.
El tercer ejemplo es el de Saramago en Historia del cerco de Lisboa, en donde el corrector de pruebas de una editorial, al revisar el texto de un libro, decide cambiarlo, provocando una nueva “Historia” de Portugal. Es decir, el personaje, desde su lectura, genera (casi) una ucronía.
De esta manera en los tres casos la figura del lector es más importante que la del escritor, porque es el lector, en definitiva, quien va a darle sentido o no a un texto, quien colabora en su construcción (Berti), su fragmentación (Shields), o en su modificación (Saramago). Bien mirado, no obstante, los tres son casos de construcción: en todo caso el escritor sólo elaboró una versión de las múltiples posibilidades que tenía, abrió el juego, pero es el lector quien elige leer y, al hacerlo, selecciona una posibilidad. Y es ese lector quien puede multiplicar un mismo texto en infinitas posibilidades: con cada nueva lectura el texto se expande y “dice” cosas diferentes. Roa Bastos sostiene, así, que «un lector nato siempre lee dos libros a la vez: el escrito, que tiene en sus manos, y que es mentiroso, y el que él escribe interiormente con su propia verdad» (p. 159).
B. El texto construye al lector
Según Piglia postula otra característica del lector, que supone también un acto participativo, aunque de orden diferente: «El lector ideal es aquél producido por la propia obra. Una escritura también produce lectores, y es así como evoluciona la literatura. Los grandes textos son los que hacen cambiar el modo de leer» (Roca, 77). Es decir que no sólo es el lector quien le da sentido a una obra con el acto voluntario de la lectura, sino que hay ciertas obras que moldean al lector para que las entienda. Se establece así una ida y vuelta, que bien puede generar una retroalimentación ascendente.
No todo libro tiene lectores cuando se publica, así como no es lo mismo leer un libro en el momento de su publicación que leerlo décadas más tarde. Hay libros que sólo se comprenden tiempo después de haber sido publicados, como ocurrió con el Ulises de Joyce y En busca del tiempo perdido, de Proust. Lo mismo puede decirse de las novelas de Kafka, que se conocieron gracias a Brod, cuando el autor ya había fallecido. Y esto cabe no sólo cuando se trata de una misma obra leída por diferentes lectores, sino por una misma obra cuando es leída por el mismo lector pero en diferente época (Wellek y Warren, 173): nadie se baña dos veces en el mismo río, y nadie lee dos veces el mismo libro. El lector cambia, y cambiará, por ende, su apreciación del texto. «De este modo, cierta forma de ver o de interpretar, asumida en una época o propia de un conjunto de sujetos por razones de cultura, de clase o de generación, da lugar a tipos de lectura, en el sentido de sistema de leer o de lo que se busca en un texto, vinculados también a la eficacia en la producción de conocimiento» (Jitrik, 45).
Estos libros han exigido cierto tipo de lectura, es decir, cierto tipo de lector, que no existía en la época en que fueron escritos. Es posible que tanto Joyce como Proust o Kafka imaginaran un lector que aún estaba por formarse, y contribuyeron a esa formación desde el texto. La retroalimentación fue clara: estas obras enriquecieron a la literatura por plantear algo nuevo, y para que eso nuevo pudiera comprenderse formaron lectores, que a su vez enriquecieron a la sociedad y, por ende, a los futuros escritores. Los futuros escritores tenemos entonces la posibilidad de crear obras nuevas para enriquecer a la literatura. Se ha dado un paso adelante, una vuelta en la espiral ascendente. Esta evolución supone, entre otras cosas, la pérdida de la inocencia por parte del lector. El lector se vuelve “avisado”, participa de guiños, se vuelve más cómplice del autor. En otras palabras, aprende a jugar.
C. El escritor construye al lector
La escritura posee una connotación social, es un hecho que comunica. Pero como bien hace notar Calvino, no se escribe para un lector determinado, sino que se «escribe para los unos y para los otros. Todo libro (...) es leído por sus destinatarios y por sus enemigos» (Calvino, b, 184). El lector que se tiene en mente cuando se escribe es entonces un lector ideal, abstracto, suerte de alter ego del mismo autor, que proyecta sobre ese “lector ideal” sus mismas apetencias literarias y sus mismos conocimientos. Aunque Calvino se encargue de precisar que se debe presuponer un público más culto, más culto incluso que el escritor. Que dicho público exista o no carece de importancia. El escritor le habla a un lector que sabe más que él mismo, fingiendo saber más de lo que sabe para hablarle a alguien que sabe todavía más. La literatura tiene que jugar a la alza, apostar al encarecimiento, doblar la apuesta (Calvino, b, 184).
Un aspecto importante en la relación escritor-texto-lector es el de las estructuras de poder, que son las que pueden crear formas o modelar ciertas características o conductas sociales, como “gusto”, “moda” o “canon”. El poder en relación al lenguaje fue señalado hace ciento treinta años por Carrol a través de su personaje Zanco Panco, cuando le dice a Alicia que no importa el significado de las palabras, sino lo que él quiere que signifiquen.
Este concepto de poder, entroncado con el sistema de valores que posee una sociedad, a su producción de conocimiento y, por ende, su cultura, es quien va a modelar el lenguaje y las apetencias. Y no se trata necesariamente de un poder totalitario, sino de algo más sutil: todo lector lee desde un posicionamiento que quizás no conoce, pero que existe, es real y le hace ver (leer) el mundo de determinada manera.
Jitrik establece tres tipos básicos de lectura, que suponen otros tantos tipos (o conductas) de lector: 1) literal; 2) indicial y 3) crítica. Cada una de estas lecturas es más profunda que la anterior, de manera que la lectura de tipo literal es superficial y meramente informativa; en la del tipo indicial se intuye una trama de mayor complejidad, aunque el lector no se adentra en ella; y la lectura crítica, a la que «se debería tender de modo que llegue a ser la lectura de todos» (Jitrik, 60), con la cual la complejidad del texto es puesta en evidencia, es analizada, reelaborada y asimilada por el lector.
Conclusión. Es el lector quien elige, una vez más. Y lo hace sabiendo que participa de un juego: el escritor propone, pero el lector, que acepta o no el juego, dispone. Quien lee sabe que asistirá a una mentira, pero acepta el desafío de dejarse engañar y simula que cree en la historia que le están contando. Mientras dura el texto dura el sortilegio, la realidad se suspende y el lector se vuelve también actor, personaje de la historia que lee. La realidad real se imbrica con la realidad de la ficción, y el lector, que al elegir leer inicia el camino lúdico, es juez y parte. El juego termina (y recomienza) en el final del texto, cuando el círculo se cierra a la espera de una nueva convocatoria de lectura. En esa sístole y diástole se desarrolla la actividad de escritura y lectura, como dos pulsiones diferentes pero siempre complementarias.
Bibliografía
1. ACOSTA GÓMEZ, Luis A. (1989). El lector y la obra. Teoría de la recepción literaria. España, Gredos, 1989.
2. BARTHES, Roland (1966). Crítica y verdad. México, Siglo XXI
LECTURA Y LITERATURA JAVIER NAVARRO
RESUMEN
¿Qué es leer? ¿Puede enseñarse la literatura? ¿Cómo? ¿Tiene la epistemología algo que decir con relación a la teoría literaria, o es una mera moda pedante y fastidiosa?
En ninguno de los niveles de la enseñanza nacional se ha reflexionado sobre estos problemas, ni sistemática ni asistemáticamente, ni poco ni mucho, en cambio, sin ninguna racionalización, es decir, irracionalmente, se da por sentado que la literatura puede enseñarse, que leer es una simple técnica neutral y un oficio fácil y que la literatura es lo mismo que su teoría. He aquí una posición epistemológica ingenua, en otros términos, propia del sentido común y la banalidad.
Los problemas que suscita una teoría de la lectura y de la enseñanza no pueden desligarse de una toma de posición epistemológica, vamos a hablar primero de esos fenómenos cotidianos: el acto de leer y la enseñanza de la literatura como de experiencias que requieren ser descriptas desde diversos puntos de vista. La política, el psicoanálisis, la pedagogía, la lingüística, la semiología, etc., nos permitirán quizás pensar lo impensado, antes de proponer estrategias. ¿Es la lectura de un texto, y específicamente de un texto literario, una mera técnica más o menos burda, más o menos sofisticada, incluso perfeccionable (técnicas de lectura veloz) como nos lo propone el sentido común y como lo hemos creído los maestros durante muchos años? Indudablemente, para una buena lectura debe existir un buen manejo técnico, entendiendo por tal la habilidad para manipular el material que se presenta a los ojos del lector. Pero esta habilidad no es meramente mecánica, y no se incrementa por la simple repetición. Se puede leer a diario y leer mal durante toda la vida. Es posible que en el momento en que se aprenda a descifrar el alfabeto, se esté comenzando paradójicamente a entorpecer el proceso de lectura y se esté iniciando al niño en todos los vicios propios del lector adulto medio.
Muchos de esos vicios persistentes obedecen a atrofias de la habilidad técnica (lentitud, lectura de palabra por palabra, pobreza de vocabulario, incapacidad para comprender, etc.) pero pueden obedecer también a atrofias de la habilidad simbólica. No solo en el sentido literal de incapacidad para entender los símbolos, sino también y, especialmente a la incapacidad manifiesta del sujeto para ubicarse a nivel de sus fantasías inconscientes en un mundo de signos del cual él también forma parte puesto que lo constituye como humano, pues toda la cultura es significante. Esta incapacidad "simbólica" que es además, incapacidad de simbolización no es una deficiencia psicológica individual, sino más bien, una estructura de relación frente al lenguaje, de la cual difícilmente se escapa, y hace que casi todos nosotros nos contentemos con las lecturas más simples, puramente denotativas, salvo en los escasos momentos en que nos queremos convertir en lectores "serios", y aún en este caso, a cambio de la denotación solo encontramos muchas veces la confusión y el aburrimiento.
En primer lugar, para que la lectura sea provechosa es necesario desacralizarla. A la lectura hay que pensarla en relación con lo que se lee, con la calidad de las obras leídas. La lectura no es algo por sí mismo bueno, ni una actividad santificadora. Puede ser incluso un medio de alienación más, como la televisión o cualquiera de los medios masivos de comunicación. Podemos incluso hablar, matizando el término, de "alienación" en el sentido psicológico y hacer depender la afición desmedida por la lectura de un factor neurótico. La adicción por la lectura, casi siempre indiscriminada y superficial es una dependencia psicológica y, para no ser severos, en el mejor de los casos, la podríamos comparar con una manía clasificatoria o coleccionista, aunque no siempre el comprador de libros es lector consumado
En segundo lugar, es preciso ligar la actividad intelectual que implica el proceso de leer con el Deseo, con una actividad que no se agote en la repetición, con el goce de descubrir lo misterioso y enigmático. El verdadero deseo de leer "es deseo de violar lo oscuro, deseo de poseer un secreto, de estar en condiciones de ejercer por sí mismo una transformación de lo inerte.
Un deseo de leer que no sea pues un mero deseo obsesivo, una producción intelectual en la que el deseo escapa a la represión y a la compulsión de repetición, en otros términos, la lectura como goce de los sentidos latentes, como reescritura del significante en lo simbólico y por ende como trastorno de la relación imaginaria. El artista, el científico, el filósofo, en su trabajo ejecutan esta transformación constantemente: son productores de sentido, no obsesivos.
El lector se encargará de rellenarse de conocimientos y de placeres mentales. No es cierto. Debemos rechazar la mentira de la lectura fácil. Leer no es asentir, es imaginar. La lectura no debe ser un aburrido hábito, una sosa costumbre ‑aquí preferiríamos la palabra vicio, también inadecuada, pero más ligada al goce y a la transgresión‑ sino más bien una pasión y un juego. De esa manera queremos cuestionar la oposición entre lo fácil y lo difícil.
La oposición existe y a nivel ideológico puede ser útil. En la vida diaria hay cosas más fértiles que otras. Caminar un kilómetro es más fácil que caminar veinte. Leer el periódico es más fácil que leer la "Lógica" de Aristóteles. Sin embargo, los dos tipos de "facilidad" no son comparables. En el primero, la dificultad radica en el desgaste de energía física, en la pereza corporal en el cansancio. En el segundo caso, se trata de "complejidad"; pero la lectura del periódico puede también llegar a ser muy compleja si no nos limitamos a un mero deambular denotativo sobre el discurso periodístico. Una lectura semiológica convertiría la prensa diaria en una generadora de mensajes de una complejidad igual o mayor a la de la "Lógica" de Aristóteles. Pero esta misma lectura semiológica puede reducir la dificultad de la lectura del filósofo proporcionando las claves de sus "sentidos". Así las nociones de "fácil" y "difícil" funcionan en la vida ordinaria con relación a un modelo de "inercia". A mayor gasto de energía y movimiento más dificultad. Todo aquello que patrocina la inercia corporal y mental es denominado fácil. Pero no siempre es más fácil recorrer un kilómetro que veinte. En un partido de fútbol en el que ‑el jugador invierte una energía considerable, y en el que recorre muchos kilómetros, consideraría dificilísimo dejar de jugar solo por el hecho de que ya ha recorrido un kilómetro. Con un ciclista y un niño sucedería algo parecido. Hay personas para las cuales la lectura del periódico es un tormento, un derroche Innecesario de tiempo, una aburridora y monótona costumbre, mientras la lectura de un clásico de la filosofía es una pasión inmensa.
Existen por lo tanto dos factores: la relación con un código, por un lado, y la relación con el afecto, con una pasión, con un deseo. Si faltan los dos todo es difícil, si falta uno de ellos, la dificultad persiste aunque quizás mermada.
Esto nos invita por una parte a pensar en la manera como están hechos los códigos y por la otra, en el "interés" que despierta en el sujeto un código determinado, o, lo que es lo mismo, la cantidad de "libido" que puede dedicarle.
Los códigos más simples están construidos por pares de oposiciones, es decir, por elementos que se contraponen, muy limitados en su número, y por lo tanto en la posibilidad de sus combinaciones previstas y no previstas. La complejidad del código aumenta en la medida en que aumenta el número de elementos y por tanto el número de combinaciones previstas e imprevistas, haciendo que las reglas que delimitan su uso tengan cada vez más precisiones, salvedades y determinaciones. En el juego de cara y sello es casi nula la probabilidad de un imprevisto, pues sus elementos son dos que se excluyen mutuamente. Casi lo mismo sucede con los juegos de dados aunque las posibilidades previstas aumentan consideradamente . En los códigos propiamente dichos como el código de la lengua la posibilidad de combinación es ilimitada y los imprevistos infinitos. Esto hace que la "gramática" o reglas de esas combinaciones sean compleja, y que requiera más tiempo para su comprensión.
La lectura de un texto literario implica el conocimiento de esa compleja gramática de la lengua (en el sentido chomskiano el conocimiento de la gramática es inconsciente), el conocimiento de la "gramática" literaria (en el sentido empleado por Todorov cuando habla de la gramática del Decamerón) y el conocimiento de las posibilidades imprevistas en el código de la lengua ordinaria, de las transgresiones de ese código en los niveles fonético, morfosintáctico y semántico. Esto quiere decir que el texto literario trabaja con códigos (la lengua, la ideología) y destruye códigos produciendo al mismo tiempo códigos nuevos. Estos últimos están muy lejos de ser simples, de ser interpretables de manera bivalente o de ser reductibles a un sentido.
Son códigos abiertos, códigos que no aceptan la oposición simple, ni la exclusión de un elemento por otro. Son códigos y no son códigos, al mismo tiempo. Es por eso por lo que hay que hablar de la lectura como producción y por lo que hay que relacionarla con la escritura. Pensando ésta como reelaboración de otros códigos y como "interpretación", "lectura" de de otros textos. Solo este trabajo de escritura puede ser considerado como un trabajo de lectura real, efectiva.
Pero al hablar de escritura, de lectura, de interpretación, de reelaboración de códigos, es necesario hablar de un "sujeto" que interviene en esos procesos. Aquí tomamos la palabra "sujeto" tal y como la puede explicar el psicoanálisis freudiano: el sujeto es un cuerpo cargado libidinalmente escindido en su aparato psíquico por procesos energéticos de distinto orden que se interrelacionan y en los cuales lo que intercambia son siempre significante vale decir, representaciones ligadas a afectos. Conscientes e inconscientes, estas representaciones además de ser ligadas libidinalmente al cuerpo propio, cargan otros cuerpos y otros objetos. La imposibilidad de interesarnos por algo distinto de nosotros mismos.
Leer y escribir conforman una contradictoria unidad pulsional. Hay por supuesto lectores que no escriben en el sentido estricto del término, pero su labor de desciframiento psicológico y de participación afectiva, su sensibilidad para experimentar espiritualmente, su entrega al goce decodificador constituye casi un equivalente de la lectura activa del que escribe.
De lo anterior se puede deducir que entendemos por lectura: un trabajo de, con, sobre la lengua; un trabajo de "producción de sentidos" ‑como se dice actualmente. Por tanto, no consideramos como trabajo de "producción de sentidos" las lecturas escolares obligatorias, la actividad pasiva realizada con gran tesón por el estudiante en vísperas de un examen, la lectura informativa del periódico o la costumbre de leer los bestsellers para conciliar el sueño.
Entender por lectura como trabajo creador es una lectura plural generadora de goce y transformaciones subjetivas e intersubjetivas, modificadora de las relaciones imaginarias, cuestionadora del orden simbólico, para lo cual tiene que pasar necesariamente por una elaboración secundaria completamente dominada. No todos los efectos de este tipo de lectura en la que el trabajo es juego y deseo de manera Indistinta son necesariamente conscientes, puesto que en sentido estricto solo es consciente una muy pequeña parte de nuestra existencia ordinaria.
El otro tipo de lectura "ingenua" es completamente inconsciente de sus efectos, no sabe que sólo produce aquellos sentidos que ratifican la estructura neurótica del sujeto, que sólo toma los elementos significantes que la compulsión de repetición y el determinismo psíquico utilizan para reprimir al mismo tiempo cualquier otro material "angustiante", "liberado", des equilibrador de la balanza energética del hombre "normal", des articulador de la supuesta verdad constituida y constituyente.
Lectura ingenua no equivale a lectura "inocente". "Cada uno proyecta en el libro lo que es, lo que el mundo ha hecho de él, lo que el mundo le remite " (6). La pretendida inocencia o neutralidad en la lectura es también "interpretación" sola que como “dislocación de las relaciones internas de un texto para someterlo a
Cuando se habla de enseñar de enseñar a leer nos referimos entonces al deseo pedagógico de proporcionarle al estudiante las posibilidades ‑muchas veces negadas por el medio en que vive‑ de descubrir el "placer" de la lectura. Proporcionarle no solamente espacio y comodidad, emulación y estímulos, técnicas de lectura (de dudosa utilidad) sino y fundamentalmente un momento psicológico intra e intersubjetivo, es decir, la oportunidad de descubrir por cuenta propia el goce de la interpretación, de intercambiar, socializándolas, las opiniones y los sentimientos que suscitan los textos, aprender enseñando, leer escribiendo y hablando, producir produciendo. Todo otro intento pedagógico sería restrictivo, represivo y frustratorio. A nadie, creo yo, se le puede exigir que goce, obligarlo a sentir cuando no lo siente, y solo con goce y placer hay producción, lectura, escritura, investigación, aprendizaje.
El propósito de enseñar a leer la literatura se presenta como profundamente conflictivo y paradójico, pues no es la concepción tradicional de enseñar algo al que no sabe nada la que motiva, sino la de facilitar (también en sentido psicoanalítico) a quien ya posee un discurso, el flujo de la significación, el gasto y la transformación de sentidos, la posibilidad de familiarizarse con la lectura plural, con los juegos de palabras y de frases, con los hipo y los hiper‑ sentidos, con lo significante , con la ironía, el sobreentendido, el silencio reticente, los matices, la repetición obsesiva, la alusión política, el paso de la poesía lírica a la narración, y los tropos inagotables.
Conclusión, la pedagogía de la literatura no puede de ninguna manera separarse de una pedagogía de la lectura.
Referencias:
(1) Freud, Sigmund: Un recuerdo infantil de Leonardo de Vinci. Editorial Biblioteca Nueva Tomo V., pág. 1587.
ENCUENTRO DOS: FUNCIONES DEL ENGUAJE
RESUMEN
Teoría
La obra de Jakobson, aunque considerable, es dispersa y no está sistematizada en grandes obras. Consta de 475 títulos, de los que 374 son libros o artículos y 101 son textos diversos (poemas, prefacios, introducciones o artículos periodísticos). Además, buena parte de ella se ha realizado en colaboración con otros autores. Hasta 1939 se ocupa principalmente de poética y teoría de la literatura. En los años americanos domina la lingüística.
Jakobson era un investigador teórico más que un empírico y se siente a gusto en la multidisciplinariedad. Su obra toca simultáneamente las disciplinas de la antropología, la patología del lenguaje, la estilística, el folclore y la teoría de la información. Por ello recurrió a una veintena de colaboradores diferentes en distintas disciplinas. Suya es la primera definición moderna del fonema: "Impresión mental de un sonido, unidad mínima distintiva o vehículo semántico mínimo". Reduce todas las oposiciones fonológicas posibles a solamente doce: vocálico/no vocálico, consonántico/no consonántico, compacto/difuso, sonoro/no sonoro, nasal/oral, etc., lo que ha suscitado muchas objeciones, sobre todo por su carácter reduccionista (se le achaca una tendencia excesiva hacia las clasificaciones binarias, que no siempre se ajustan a una realidad lingüística más variada). Pero fue un pionero de la fonología diacrónica con su trabajo de 1931.
Sus investigaciones sobre el lenguaje infantil fueron también muy innovadoras, al destacar el papel universal que en el mismo tienen las oclusivas y las nasales.
También son modelos, sugerentes y pioneros sus estudios sobre las afasias, en los que deslinda dos tipos de anomalías: las relacionadas con la selección de unidades lingüísticas o anomalías paradigmáticas, y las relacionadas con la combinación de las mismas, o anomalías sintagmáticas. Este estudio provocó un interés apasionado en los neurólogos y los psiquiatras y la renovación de los estudios médicos en este campo.
La estilística y la poética son sin duda las preocupaciones más antiguas y profundas de Jakobson.
Sus teorías se desarrollaron dentro del formalismo ruso, que constituía una reacción contra una tradición de teoría literaria rusa excesivamente dominada por los aspectos sociales, y por tanto concede mucha importancia a las formas, desde las más simples (recurrencias fónicas) a las más complejas (géneros literarios). Sus teorías se presentan fundamentalmente en el artículo "Lingüística y poética", de 1960, incluido en sus Ensayos de lingüística general.
De su teoría de la información, constituida en 1948 y articulada en torno a los factores de la comunicación (emisor, receptor referente, canal, mensaje y código) Jakobson dedujo la existencia de seis funciones del lenguaje: la expresiva, la apelativa, la representativa, la fática, la poética y la metalingüística, completando así el modelo de Karl Bühler.
EL ARTE COMO LENGUAJE: YURI LOTMAN
RESUMEN
El arte es uno de los medios de comunicación. Evidentemente, realiza una conexión entre el emisor y el receptor (el hecho de que en determinados casos ambos puedan coincidir en una misma persona no cambia nada, del mismo modo que un hombre que habla solo une en sí al locutor y al auditor. ¿Nos autoriza esto a definir el arte como un lenguaje organizado de un modo particular?
Todo sistema que sirve a los fines de comunicación entre dos o numerosos individuos puede definirse como lenguaje (como ya hemos señalado, en el caso de la autocomunicación se sobreentiende que un individuo se presenta como dos). La frecuente indicación de que el lenguaje presupone una comunicación en una sociedad humana no es, en rigor, obligatoria, puesto que, por un lado, la comunicación lingüística entre el hombre y la máquina y la de las máquinas entre sí no es en la actualidad un problema teórico, sino una realidad técnica. Por otro lado, la existencia de determinadas comunicaciones lingüísticas en el mundo animal está fuera de dudas. Por el contrario, los sistemas de comunicación en el interior del individuo (por ejemplo, los mecanismos de regulación bioquímica o de señales transmitidas por la red de nervios del organismo) no representan lenguajes.
En este sentido, podemos hablar de lenguas no sólo al referirnos al ruso, al francés, al hindi o a otros, no sólo a los sistemas artificialmente creados por diversas ciencias, sistemas creados para la descripción de determinados grupos de fenómenos (los denominan lenguajes “artificiales” o metalenguajes de las ciencias dadas), sino también al referirnos a las costumbres, rituales, comercio, ideas religiosas. En este mismo sentido, puede hablarse del “lenguaje” del teatro, del cine, de la pintura, de la música, del arte en general como de un lenguaje organizado de modo particular.
Sin embargo, al definir el arte como lenguaje, se expresa con ello unos juicios determinados acerca de su organización. Todo lenguaje utiliza unos signos que constituyen su “vocabulario” (a veces se le denomina “alfabeto”; para una teoría general de los sistemas de signos estos conceptos son equivalentes), todo lenguaje posee unas reglas determinadas de combinación de estos signos, todo lenguaje representa una estructura determinada, y esta estructura posee su propia jerarquización.
Según con este planteamiento del problema permite abordar el arte desde dos puntos de vista diferentes:
Primero, destacar en el arte aquello que lo emparentan con otro lenguaje e intentar describir estos aspectos en los términos generales de la teoría de los sistemas de signos.
Segundo, y basándose en la primera descripción, destacar en el arte aquello que le es propio como lenguaje particular y le distingue de otros sistemas de este tipo.
Puesto que el concepto de “lenguaje” en ese significado específico que se le da en los trabajos de semiología y que difiere sustan-cialmente del empleo habitual, el término que se entiende por lenguaje cualquier sistema de comunicación que emplea signos ordenados de un modo particular. Vistos de esta manera los lenguajes se distinguirán:
Primero, de los sistemas que no sirven como medios de comunicación;
Segundo, de los sistemas que sirven como medios de comunicación, pero que no utilizan signos;
Tercero, de los sistemas que sirven como medios de comunicación, pero que no emplean en absoluto o casi no emplean signos ordenados.
La primera oposición permite separar los lenguajes de aquellas formas de la actividad humana que no están relacionadas de un modo directo y por su finalidad con el almacenamiento y transmisión de información. La segunda permite introducir la siguiente distinción: la comunicación semiológica tiene lugar principalmente entre individuos; la no semiológica, entre sistemas en el interior del organismo. Sin embargo, sería, al parecer, más correcto interpretar esta oposición como antítesis de las comunicaciones al nivel del primero y del segundo sistemas de señales, dado que, por un lado, son posibles relaciones extrasemiológicas entre organismos (particularmente considerables en los animales inferiores, pero se conservan en el hombre en forma de los fenómenos que estudia la telepatía), y por otro, es posible la comunicación semiológica en el interior del organismo. Nos referimos no sólo a la autoorganización por parte del hombre de su mente mediante determinados sistemas semiológicos, sino también a aquellos casos en que los signos irrumpen en la esfera de la señalización primaria (el hombre que “conjura” con palabras un dolor de muelas; que actúa sobre sí mismo con palabras para soportar un sufrimiento o una tortura física).
Si el lenguaje es una forma de comunicación entre dos individuos, deberemos hacer algunas precisiones. Será más cómodo sustituir el concepto de “individuo” por los de “transmisor del mensaje” (remitente) y “receptor del mensaje” (destinatario). Esto nos permitirá introducir en el esquema aquellos casos en que el lenguaje no une a dos individuos, sino a dos mecanismos transmisores (receptores), por ejemplo, un aparato telegráfico y el dispositivo de grabación automática conectado a aquél.
Entonces. Así, el arte puede describirse como un lenguaje secundario, y la obra de arte como un texto en este lenguaje.
Las citas que destacan el carácter indivisible de la idea poética respecto a la estructura peculiar del texto que le corresponde, respecto al lenguaje peculiar del arte. He aquí una anotación de A. Blok (julio de 1917): “Es falso que las ideas se repitan. Toda idea es nueva, puesto que lo nuevo la rodea y le da forma. Para que, resucitado, no pueda levantarse. Que no pueda levantarse del ataúd. (Lermontov, lo he recordado ahora) son ideas totalmente distintas. Lo común en ellas es el ‘contenido’, lo cual prueba una vez más que un contenido informe no existe por sí mismo, no posee peso propio”.
De esta manera el discurso poético representa una estructura de gran complejidad. Aparece como considerablemente más complicado respecto a la lengua natural. Y si el volumen de información contenido en el discurso poético (en verso o en prosa, en este caso no tiene importancia) y en el discurso usual fuese idéntico, el discurso poético perdería el derecho a existir y, sin lugar a dudas, desaparecería. Pero la cuestión se plantea de un modo muy diferente: la complicada estructura artística, creada con los materiales de la lengua, permite transmitir un volumen de información completamente inaccesible para su transmisión mediante una estructura elemental propiamente lingüística. De aquí se infiere que una información dada (un contenido) no puede existir ni transmitirse al margen de una estructura dada. Si repetimos una poesía en términos del habla habitual, destruiremos su estructura y, por consiguiente, no llevaremos al receptor todo el volumen de información que contenía. Así, pues, el método de estudio por separado del “contenido” y de las “particularidades artísticas” tan arraigado en la práctica escolar, se basa en una incomprensión de los fundamentos del arte, y es perjudicial, al inculcar al lector popular una idea falsa de la literatura como un procedimiento de exponer de un modo prolijo y embellecido lo mismo que se puede expresar de una manera sencilla y breve. Si se pudiera resumir en dos páginas el contenido de Guerra y Paz o de Eugenio Oneguin, la conclusión lógica sería: no hay que leer obras largas, sino breves manuales. A esta conclusión empujan no los maestros malos a sus alumnos indolentes, sino todo el sistema de enseñanza escolar de la literatura, sistema que, a su vez, no hace sino reflejar de un modo simplificado y, por tanto, más neto, las tendencias que se hacen sentir en la ciencia de la literatura.
El pensamiento del escritor se realiza en una estructura artística determinada de la cual es inseparable. Decía L. N. Tolstoi acerca de la idea fundamental de Ana Karenina: “Si quisiera expresar en palabras todo lo que he querido decir con la novela, tendría que escribir desde un principio la novela que he escrito las ideas encadenadas entre sí para expresarme; pero todo pensamiento extraordinariamente gráfica la idea de que el pensamiento artístico se realiza a través de la “concatenación” –la estructura– y no existe sin ésta, que la idea del artista se realiza en su modelo de la realidad. Continúa Tolstoi: “... hacen falta personas que demuestren lo absurdo que es buscar ideas aisladas en una obra de arte y dirijan constantemente a los lectores en el infinito laberinto de concatenaciones que constituyen la esencia del arte y en las leyes que forman la base de estas concatenaciones”.
El arte entre otros sistemas semiológicos
El estudio del arte partiendo de las categorías de un sistema de comunicación permite plantear, y en parte resolver, una serie de problemas que habían quedado fuera del campo visual de la estética tradicional y de la teoría de la literatura.
La moderna teoría de los sistemas de signos posee una concepción suficientemente elaborada de la comunicación que permite esbozar los rasgos generales de la comunicación artística. Todo acto de comunicación incluye un remitente y un destinatario de la información. Para que el destinatario comprenda al remitente del mensaje es precisa la existencia de un intermediario común: el lenguaje
En determinado, todo el conjunto del contenido mediante un lenguaje que posea únicamente dos nombres: metales y metaloides, o introduciremos otros sistemas de anotación hasta que lleguemos a la segmentación en elementos y su designación mediante letras aisladas. Es evidente que cada uno de los sistemas de anotación reflejará una determinada concepción científica de clasificación de lo que se designa. De este modo, todo sistema de lenguaje químico es, al mismo tiempo, un modelo de una determinada realidad química. Hemos llegado a una conclusión esencial: todo lenguaje es un sistema no sólo de comunicación, sino también de modelización, o más exactamente, ambas funciones se hallan indisolublemente ligadas.
En ese sentido, el arte se plantea de un modo muy distinto. Aquí, por un lado, se manifiesta una tendencia constante a la formalización de los elementos portadores de contenido, a su fijación, a su transformación en clichés, a la transición completa de la esfera del contenido al campo convencional del código.
Por otro lado, la tendencia a interpretar todo el texto artístico como significante es tan grande que con razón consideramos que en la obra nada es casual. Y volveremos reiteradamente a la afirmación profundamente justificada de R. Jakobson acerca del significado artístico de las formas gramaticales en el texto poético, así como a otros ejemplos de semantización de los elementos formales del texto en el arte.
Evidentemente, la correlación de estos dos principios en diversas formas históricas y nacionales del arte será diferente. Pero su existencia e interrelación son constantes. “En la obra de arte todo corresponde al lenguaje artístico” y “En la obra de arte todo es mensaje”, la contradicción en que incurrimos será sólo aparente.
Surge naturalmente la cuestión: ¿no se podría identificar el lenguaje con la forma de la obra de arte y el mensaje con el contenido y no desaparecería entonces la afirmación de que el análisis estructural elimina el dualismo del examen del texto artístico desde el punto de vista de la forma y el contenido? Es evidente que no se puede hacer semejante identificación. Ante todo porque el lenguaje de una obra de arte no es en modo alguno “forma”, si conferimos a este concepto la idea de algo externo respecto al contenido portador de la carga informacional. El lenguaje del texto artístico es en su esencia un determinado modelo artístico del mundo y, en este sentido, pertenece, por toda su estructura, al “contenido”, es portador de información. Ya señalado que el modelo del mundo que crea el lenguaje es más general que el modelo de mensaje profundamente individual en el momento de su creación. Ahora conviene indicar otra circunstancia: el mensaje artístico crea el modelo artístico de un determinado fenómeno concreto; el lenguaje artístico construye un modelo de universo en sus categorías más generales, las cuales, al representar el contenido más general del mundo, son la forma de existencia de objetos y fenómenos concretos. De este modo, el estudio del lenguaje artístico de las obras de arte no sólo nos ofrece una cierta norma individual de relación estética, sino que asimismo reproduce el modelo del mundo en sus rasgos más generales. Por eso, desde determinados puntos de vista, la información contenida en la elección del tipo de lenguaje artístico se presenta como la esencial. La elección, por parte del escritor, de un determinado género, estilo o tendencia artística supone asimismo una elección del lenguaje en el que piensa hablar con el lector. Este lenguaje forma parte de una completa jerarquía de lenguajes artísticos de una época dada, de una cultura dada, de un pueblo dado o de una humanidad dada (al fin y al cabo surge también este planteamiento de la cuestión). Aquí es preciso tener en cuenta un rasgo esencial al que todavía volveremos: el lenguaje de una ciencia dada es para ella único, ligado a un objeto y aspecto particulares que le son propios. La transcodificación de una lengua a otra, extraordinariamente productiva en la mayoría de los casos, y que surge en relación con problemas interdisciplinarios, descubre en un objeto que parecía único los ejemplos de dos ciencias o conduce a la creación de una nueva rama del conocimiento y de un nuevo metalenguaje que le es propio.
En el lenguaje del arte, con su doble finalidad de modelización simultánea del objeto y del sujeto, tiene lugar una lucha constante entre la idea acerca de la unicidad del lenguaje y la idea de la posibilidad de elección entre sistemas de comunicación artísticos en cierto modo equivalente. En un polo se halla la reflexión que ya preocupaba al autor del Cantar de las huestes de Igor: cantar “según las bilinas de la época” o “según lo entendía Bayan”; en el otro polo, la afirmación de Dostoievski: “Yo incluso creo que para diferentes formas de arte existen las correspondientes series de ideas poéticas hasta el punto de que ninguna idea se puede expresar en forma distinta a la que le corresponde”.
El concepto de lenguaje del arte literario
El concepto de “lenguaje del arte” es evidente que la literatura, como una de las formas de comunicación de masas, debe poseer su propio lenguaje. “Poseer su propio lenguaje”: esto significa tener un conjunto cerrado de unidades de significación y de las reglas de su combinación que permiten transmitir ciertos mensajes.
Pero la literatura ya se sirve de uno de los tipos de lenguaje: la lengua natural. ¿Cuál es la correlación existente entre el “lenguaje de la literatura” y la lengua natural en que la obra está escrita (ruso, inglés, italiano o cualquier otra) Entonces la literatura se expresa en un lenguaje especial, el cual se superpone sobre la lengua natural como un sistema secundario. Por eso la definen como un sistema modelizador secundario. Desde luego, la literatura no es el único sistema modelizador secundario, pero su estudio dentro de esta serie de sistemas nos llevaría demasiado lejos de nuestro objetivo inmediato.
Decir que la literatura posee su lenguaje, lenguaje que no coincide con la lengua natural, sino que se superpone a ésta, significa decir que la literatura posee un sistema propio, inherente a ella, de signos y de reglas de combinación de éstos, los cuales sirven para transmitir mensajes peculiares no transmisibles por otros medios. Intentaremos demostrarlo.
Cabe señalar que los signos en el arte no poseen un carácter convencional, como en la lengua, sino icónico, figurativo. Evidente por lo que se refiere a las artes figurativas, aplicada a las artes verbales arrastra una serie de consecuencias esenciales. Los signos icónicos se construyen de acuerdo con el principio de una relación condicionada entre la expresión y el contenido. Por ello es generalmente difícil delimitar los planos de expresión y de contenido en el sentido habitual para la lingüística estructural. El signo modeliza su contenido. Se comprende que, en estas condiciones, se produzca en el texto artístico la semantización de los elementos extrasemánticos (sintácticos) de la lengua natural. En lugar de una clara delimitación de los elementos semánticos se produce un entrelazamiento complejo: lo sintagmático a un nivel de la jerarquía del texto artístico se revela como semántico a otro nivel.
De este modo, todo texto artístico se crea como un signo único. Aun representando un solo signo, el texto sigue siendo un texto (una secuencia de signos) en una lengua natural y por ello conserva la división en palabras-signos del sistema lingüístico general. Surge así ese fenómeno característico del arte por el cual un mismo texto, al aplicarle diferentes códigos, se descompone distintamente en signos.
Las reglas de la sintagmática del texto están asimismo relacionadas con esta tesis. No se trata únicamente de que los elementos semánticos y sintagmáticos sean mutuamente convertibles, sino también de que el texto artístico se presenta simultáneamente como conjunto de frases, como frase y como palabra. En cada uno de estos casos el carácter de las conexiones sintagmáticas es distinto.
Sobre la pluralidad de los códigos artísticos
La comunicación artística posee una interesante peculiaridad: los tipos habituales de conexión conocen únicamente dos casos de relaciones del mensaje en la entrada y salida del canal de comunicación: la correspondencia y la no correspondencia. Esta última se considera un error y surge a causa del “ruido en el canal de conexión”, es decir, diversas circunstancias que obstaculizan la transmisión. Las lenguas naturales se aseguran contra las deformaciones gracias al mecanismo de redundancia, una especie de reserva de estabilidad semántica.
Se trata de que, en una serie de casos, el receptor del texto se ve obligado no sólo a descifrar el mensaje mediante un código determinado, sino también establecer en qué “lenguaje” está codificado el texto.
Es preciso distinguir los siguientes casos:
I. a) El receptor y el transmisor emplean un código común: sin duda se sobreentiende que existe un lenguaje artístico común, tan sólo el mensaje es nuevo. Este es el caso de todos los sistemas artísticos de “identidad estética”. Cada vez la situación de la realización, la temática y otras condiciones extratextuales sugieren infaliblemente al oyente el único lenguaje artístico posible del texto dado.
b) Una variedad de este caso será la percepción de los modernos textos de masas hechos de clichés. Pero si en el primer caso ello supone la condición para establecer la comunicación artística y como tal se destaca por todos los medios, en el segundo caso el autor se esfuerza por disimular este hecho: confiere al texto los rasgos falsos de otro cliché o sustituye un cliché por otro. En este caso el lector, antes de recibir el mensaje, debe elegir entre los lenguajes artísticos de que dispone aquel en el que está codificado el texto o una parte del mismo. La propia elección de uno de los códigos conocidos produce una información suplementaria. Sin embargo, su magnitud es insignificante, puesto que la lista a partir de la cual se efectúa la elección es siempre relativamente pequeña.
II. Muy distinto es el caso en que el oyente intenta descifrar el texto recurriendo a un código distinto al del creador. Aquí son igualmente posibles dos tipos de relaciones.
a) El receptor impone al texto su lenguaje artístico. En este caso el texto se somete a una transcodificación (a veces incluso a una destrucción de la estructura del transmisor). La información que intenta recibir el receptor es un mensaje más en un lenguaje que ya conoce. En este caso se maneja el texto artístico como si de un texto no artístico se tratara.
b) El receptor intenta percibir el texto de acuerdo con los cánones que ya conoce, pero el método de pruebas y errores le convence de la necesidad de crear un código nuevo, desconocido para él. Tienen lugar aquí una serie de procesos de interés. El receptor entra en pugna con el lenguaje del transmisor y puede resultar vencido en esta lucha: el escritor impone su lenguaje al lector, el cual lo asimila, lo convierte en su instrumento de modelización de la vida. Sin embargo, es más frecuente, al parecer, en la práctica, que en el proceso de asimilación el lenguaje del escritor se deforme, se someta a una especie de criollización de los lenguajes ya existentes en el arsenal de la conciencia del lector. Surge aquí una cuestión fundamental: este proceso posee, al parecer, sus leyes selectivas. En general, la teoría de la mezcla de las lenguas, esencial para la lingüística, deberá desempeñar un enorme papel en el estudio de la percepción del lector.
Otro caso de interés: la relación entre lo casual y lo sistemático en el texto artístico posee distinto significado para el transmisor y para el receptor. Al recibir un mensaje artístico, para cuyo texto debe aun elaborar el código para descifrarlo, el receptor construye un determinado modelo. Pueden surgir aquí sistemas que organicen los elementos casuales del texto confiriéndoles significación. De este modo, al pasar del emisor al receptor, puede aumentar el número de elementos estructurales significativos. Es éste uno de los aspectos de un fenómeno complejo y hasta ahora poco estudiado como es la capacidad del texto artístico para acumular información.
La magnitud de la entropía de los lenguajes artísticos del autor y del lector
El problema de la correlación entre el código artístico sintético del autor y el analítico del lector posee otro aspecto. Ambos códigos representan una construcción jerárquica de gran complejidad.
El problema se ve complicado por el hecho de que un mismo texto real puede, a distintos niveles, estar supeditado a diversos códigos (este caso, bastante frecuente, no lo estudiaremos más adelante por razones de simplificación).
Para que un acto de comunicación tenga lugar es preciso que el código del autor y el código del lector formen conjuntos intersacados de elementos estructurales, por ejemplo, que el lector comprenda la lengua natural en la que está escrito el texto. Las partes del código que no se entrecruzan constituyen la zona que se deforma, se somete al mestizaje o se reestructura de cualquier otro modo al pasar del escritor al lector.
Al parecer toda la información que entra en la conciencia del hombre se organiza en una jerarquía determinada, y el cálculo de su cantidad tiene sentido únicamente en el interior de los niveles, ya que sólo en estas condiciones se observa la homogeneidad de los factores constitutivos. La cuestión de cómo se forman y se clasifican estas jerarquías de valores pertenece a la tipología de la cultura y debe excluirse de la presente exposición.
Por consiguiente, al abordar los cálculos de la entropía de un texto artístico, se deben evitar las confusiones:
a) de la entropía del código del autor y del lector,
b) de la entropía de los diferentes niveles del código.
El primero en plantear el problema A. N. Kolmogorov constituyó la base de los trabajos de sus alumnos y, en lo fundamental, determinó la actual orientación de los estudios de lingüística estadística en la poética soviética contemporánea.
A. N. Kolmogorov diseñó y resolvió el problema de la definición estrictamente formal de una serie de conceptos de partida de la ciencia del verso. Seguidamente, apoyándose en un amplio material estadístico, se estudiaron las probabilidades de aparición de determinadas figuras rítmicas en un texto no poético (no artístico), así como las probabilidades de diversas variaciones dentro de los tipos fundamentales de la métrica rusa. Puesto que estos cálculos métricos daban invariablemente características dobles: de los fenómenos del substrato fundamental y de las desviaciones del mismo (el sustrato de la norma lingüística general y el discurso poético como caso individual; las normas estadísticas medias del yambo ruso y las probabilidades de aparición de variedades aisladas, etc.), surgía la posibilidad de valorar las posibilidades informacionales de una determinada variedad de discurso poético. Con ello, a diferencia de la ciencia del verso de la década de los años 1920, se planteaba el problema de la capacidad de contenido de las formas métricas y, al mismo tiempo, se avanzaba hacia la medición de este contenido con los métodos de la teoría de la información.
La aplicación por parte de A. N. Kolmogorov de los métodos teórico-infor- macionales al estudio de los textos poéticos hizo posible la medición exacta de la información artística. Es preciso destacar aquí la extraordinaria prudencia del investigador, quien puso en guardia reiteradamente contra el excesivo entusiasmo por los todavía bastante modestos resultados del estudio matemático-estadístico, teórico-informacional y, en definitiva, cibernético, de la poesía. “La mayor parte de los ejemplos de modelización en las máquinas de los procesos de creación artística, citados en las obras de cibernética, nos sorprenden por su carácter primitivo (compilación de melodías con fragmentos de cuatro o cinco notas tomados de unas decenas de conocidas melodías, etc.). En las publicaciones no cibernéticas el análisis formal de la creación artística hace tiempo que ha alcanzado un nivel elevado. La inclusión en estas investigaciones de las ideas de la teoría de la información y de la cibernética puede ser de gran utilidad. Pero un avance real en esta dirección exige una elevación esencial del nivel de los intereses y de los conocimientos humanísticos entre los investigadores en cibernética.”
Partiendo de que el modelo de A. N. Kolmogorov no tiene como finalidad reproducir el proceso de creación individual que, claro está, transcurre de un modo intuitivo y por múltiples vías difícilmente definibles, sino que nos ofrece únicamente un esquema general de aquellas reservas del lenguaje a costa de las cuales tiene lugar la creación de la información poética, intentemos interpretar este modelo a la luz del hecho indiscutible de que la estructura del texto, desde el punto de vista del remitente, difiere en su tipo del enfoque que a este problema da el destinatario del mensaje artístico.
Así, el escritor, al agotar la capacidad semántica del lenguaje, construye un cierto pensamiento y, a expensas del agotamiento de la flexibilidad del lenguaje, elije los sinónimos para su expresión. En este caso el escritor es realmente libre para sustituir algunas palabras o partes del texto por otras semánticamente equivalentes. Basta con echar una mirada a los borradores de muchos escritores para comprobar este proceso de sustitución de algunas palabras por sus sinónimos. Sin embargo, al lector el cuadro se le presenta de un modo distinto: el lector considera que el texto que se le ofrece (si se trata de una obra de arte perfecta) es el único posible –"no se puede quitar ni una sola palabra de la canción"–. La sustitución de una palabra en el texto no supone para él una variante del contenido, sino un contenido nuevo. Si llevamos esta tendencia a un extremo ideal, podemos afirmar que para el lector no existen sinónimos. En cambio, se amplía considerablemente para él la capacidad semántica del lenguaje. Se puede decir en verso aquello que los no-versos no tienen medios de expresar. La simple repetición de una palabra varias veces la convierte en desigual a sí misma. De este modo, la flexibilidad del lenguaje (h2) se transforma en una cierta capacidad complementaria de significado, creando una peculiar entropía del "contenido poético". Pero el propio poeta es oyente de sus versos y puede escribirlos guiado por la conciencia de lector. En este caso las posibles variantes de texto dejan de ser equivalentes desde el punto de vista del contenido: semantiza la fonología, la rima, las consonancias le sugieren la variante a elegir del texto, el desarrollo del argumento cobra autonomía, como cree el autor, respecto a su voluntad. Esto significa el triunfo del punto de vista del lector, quien percibe todos los detalles del texto como portadores de significado.
ENCUENTRO PRIMERO: El Lector: Construcción, modalidades y tipologías
RESUMEN
El papel del lector en la organización del texto. Se consideran tres formas posibles de participación del lector: a. el lector construye al texto que lee; b. el texto leído construye al lector; y/o c. el escritor construye al lector.
«El lector es un conjunto de condiciones de felicidad»
Umberto Eco
«Un puente es un puente con un hombre arriba»
Julio Cortázar
Cuentan que en Sudán se establece un rito cada vez que el narrador va a hablar; el narrador dice:
—Voy a contarles un cuento.
A lo que los asistentes, infaliblemente, contestan: — ¡Tamun! (quiere decir:¡claro que sí!).
El diálogo prosigue:
—No todo es verdad.
—¡Namún!
—Pero no todo es mentira.
Es decir: los que van a escuchar saben que entran, de esa manera, en un ámbito fuera del tiempo, fuera de lo real, y que eso implica aceptar una suspensión de la realidad, y acatar otras reglas que no son las del mundo físico concreto en que viven. Los oyentes se vuelven cómplices del orador. Así los lectores, también, cuando toman un texto en sus manos. Quizás el ejemplo más claro (y el deseo de todo autor, sin dudas) sea el planteado por Calvino en el cuento «La aventura de un lector», donde el personaje se resiste a la seducción de una bañista pues «mientras pudiera, quería seguir adelante con la lectura. Su temor era no poder terminar la novela: el comienzo de una relación de verano podía significar el fin de sus tranquilas horas de soledad, un ritmo completamente diferente que se adueñaba de sus días de vacaciones; y ya se sabe que, cuando uno está completamente enfrascado en la lectura de un libro, si tiene que interrumpirla para reanudarla al cabo de un tiempo, casi todo el gusto se pierde: se olvidan muchos detalles, uno no logra entrar como antes» (Calvino, a, 111-112).
La lectura no es un hecho natural, como “ver”. Requiere de un proceso mental, es un producto social, está ligada a la civilización y a la cultura. Por eso leer es difícil, exige un esfuerzo, y supone en el lector una cuota de conocimiento, una competencia, que le permita entender lo que lee, procesarlo, y utilizarlo luego en consecuencia. Por eso leer es participar: se participa de un juego, de una idea, de un proceso. Es un hecho activo, no pasivo. Para algunos incluso (quizás más todavía en esta época) constituye «un acto subversivo» (Pennac,13).
En la relación escritor-texto-lector existen tres figuras posibles que no necesariamente se dan por separado; de hecho lector y texto se construyen mutuamente, en una ida y vuelta, pero para el caso que nos ocupa vale la división:
El lector construye al texto
El texto construye al lector
El escritor construye al lector
A. El lector construye al texto
Lector y escritor van juntos. No existe uno sin el otro. En cierta medida leer es escribir, como sostenía Barthes, y es también hacer, como sostiene Jitrik ya desde un título, Cuando leer es hacer. Hay, así, un acto, una voluntad, y una construcción de una esfera lúdica, de sentido, por parte del lector. Yo como lector acepto construir un mundo que la lectura me sugiere. De allí que haya tantas posibilidades de lectura para un mismo texto como lectores existen. Es lo que plantea Borges en «Pierre Ménard, inventor del Quijote»: al leer se reelabora la propuesta original del escritor, se potencia, se la vuelve activa, gerundio. «Somos nosotros los verdaderos Pierre Ménard de Borges; nosotros, quienes las hacemos (a las obras) nuevas en la lectura», afirma Tacca (p. 9). Así, «con cada acto de lectura y con cada lector surge para el texto una situación distinta. (...) De esta manera ocurre que la experiencia estética, que tiene lugar con esta actividad de cooperación, surge a partir de una relación de la realidad del texto con la vida extratextual de todos los días. La labor de constitución que realiza el receptor se apoya y configura en la referencia con los problemas de la vida diaria» (Acosta Gómez, 168-169).
De acuerdo con lo anterior el lector lee desde un posicionamiento determinado por el medio y sus circunstancias, hay que reconocer que el autor también escribe determinado por su propio medio y sus propias circunstancias. La situación de la producción del texto determina al autor, y la situación de la recepción del texto determina al lector (Spillner, 110). El texto será reelaborado desde esa situación de recepción en que se encuentre el lector en el momento de la lectura.
Entonces hay tres buenos ejemplos que señalan las particularidades del lector: Berti, como lector de Hawthorne, hace una reelaboración y escribe la novela La mujer de Wakefield, que coquetea con el cuento y algunas ideas de Hawthorne y es, además, un texto nuevo, que Hawthorne no imaginó y que completa al cuento original al funcionar como un reflejo especular: Hawthorne narra desde el punto de vista de Wakefield, y Berti desde el punto de vista de la mujer de Wakefield.
El segundo ejemplo es el de Shields, en El misterio de Mary Swann: en un simposio sobre literatura han desaparecido los ejemplares del libro sobre el cual versa, justamente, el simposio, y los asistentes deben apelar a su buena o mala memoria para recordar los poemas. Como sólo recuerdan palabras o versos incompletos, el resultado final se asemeja a un Frankenstein literario que en nada recuerda al libro robado. Y como Shields en ningún momento presenta alguno de los poemas tal cual fuera escrito por Mary Swann, el lector permanece perdido en la “oscura selva” de la verborragia académica, sin asidero que le permita, siquiera, saber qué escribió la difunta Swann. Toda ironía sobre los congresos de literatura no es casualidad, en especial porque Shields sabe de qué escribe: es catedrática de literatura en la Universidad de Manitoba, en Canadá.
El tercer ejemplo es el de Saramago en Historia del cerco de Lisboa, en donde el corrector de pruebas de una editorial, al revisar el texto de un libro, decide cambiarlo, provocando una nueva “Historia” de Portugal. Es decir, el personaje, desde su lectura, genera (casi) una ucronía.
De esta manera en los tres casos la figura del lector es más importante que la del escritor, porque es el lector, en definitiva, quien va a darle sentido o no a un texto, quien colabora en su construcción (Berti), su fragmentación (Shields), o en su modificación (Saramago). Bien mirado, no obstante, los tres son casos de construcción: en todo caso el escritor sólo elaboró una versión de las múltiples posibilidades que tenía, abrió el juego, pero es el lector quien elige leer y, al hacerlo, selecciona una posibilidad. Y es ese lector quien puede multiplicar un mismo texto en infinitas posibilidades: con cada nueva lectura el texto se expande y “dice” cosas diferentes. Roa Bastos sostiene, así, que «un lector nato siempre lee dos libros a la vez: el escrito, que tiene en sus manos, y que es mentiroso, y el que él escribe interiormente con su propia verdad» (p. 159).
B. El texto construye al lector
Según Piglia postula otra característica del lector, que supone también un acto participativo, aunque de orden diferente: «El lector ideal es aquél producido por la propia obra. Una escritura también produce lectores, y es así como evoluciona la literatura. Los grandes textos son los que hacen cambiar el modo de leer» (Roca, 77). Es decir que no sólo es el lector quien le da sentido a una obra con el acto voluntario de la lectura, sino que hay ciertas obras que moldean al lector para que las entienda. Se establece así una ida y vuelta, que bien puede generar una retroalimentación ascendente.
No todo libro tiene lectores cuando se publica, así como no es lo mismo leer un libro en el momento de su publicación que leerlo décadas más tarde. Hay libros que sólo se comprenden tiempo después de haber sido publicados, como ocurrió con el Ulises de Joyce y En busca del tiempo perdido, de Proust. Lo mismo puede decirse de las novelas de Kafka, que se conocieron gracias a Brod, cuando el autor ya había fallecido. Y esto cabe no sólo cuando se trata de una misma obra leída por diferentes lectores, sino por una misma obra cuando es leída por el mismo lector pero en diferente época (Wellek y Warren, 173): nadie se baña dos veces en el mismo río, y nadie lee dos veces el mismo libro. El lector cambia, y cambiará, por ende, su apreciación del texto. «De este modo, cierta forma de ver o de interpretar, asumida en una época o propia de un conjunto de sujetos por razones de cultura, de clase o de generación, da lugar a tipos de lectura, en el sentido de sistema de leer o de lo que se busca en un texto, vinculados también a la eficacia en la producción de conocimiento» (Jitrik, 45).
Estos libros han exigido cierto tipo de lectura, es decir, cierto tipo de lector, que no existía en la época en que fueron escritos. Es posible que tanto Joyce como Proust o Kafka imaginaran un lector que aún estaba por formarse, y contribuyeron a esa formación desde el texto. La retroalimentación fue clara: estas obras enriquecieron a la literatura por plantear algo nuevo, y para que eso nuevo pudiera comprenderse formaron lectores, que a su vez enriquecieron a la sociedad y, por ende, a los futuros escritores. Los futuros escritores tenemos entonces la posibilidad de crear obras nuevas para enriquecer a la literatura. Se ha dado un paso adelante, una vuelta en la espiral ascendente. Esta evolución supone, entre otras cosas, la pérdida de la inocencia por parte del lector. El lector se vuelve “avisado”, participa de guiños, se vuelve más cómplice del autor. En otras palabras, aprende a jugar.
C. El escritor construye al lector
La escritura posee una connotación social, es un hecho que comunica. Pero como bien hace notar Calvino, no se escribe para un lector determinado, sino que se «escribe para los unos y para los otros. Todo libro (...) es leído por sus destinatarios y por sus enemigos» (Calvino, b, 184). El lector que se tiene en mente cuando se escribe es entonces un lector ideal, abstracto, suerte de alter ego del mismo autor, que proyecta sobre ese “lector ideal” sus mismas apetencias literarias y sus mismos conocimientos. Aunque Calvino se encargue de precisar que se debe presuponer un público más culto, más culto incluso que el escritor. Que dicho público exista o no carece de importancia. El escritor le habla a un lector que sabe más que él mismo, fingiendo saber más de lo que sabe para hablarle a alguien que sabe todavía más. La literatura tiene que jugar a la alza, apostar al encarecimiento, doblar la apuesta (Calvino, b, 184).
Un aspecto importante en la relación escritor-texto-lector es el de las estructuras de poder, que son las que pueden crear formas o modelar ciertas características o conductas sociales, como “gusto”, “moda” o “canon”. El poder en relación al lenguaje fue señalado hace ciento treinta años por Carrol a través de su personaje Zanco Panco, cuando le dice a Alicia que no importa el significado de las palabras, sino lo que él quiere que signifiquen.
Este concepto de poder, entroncado con el sistema de valores que posee una sociedad, a su producción de conocimiento y, por ende, su cultura, es quien va a modelar el lenguaje y las apetencias. Y no se trata necesariamente de un poder totalitario, sino de algo más sutil: todo lector lee desde un posicionamiento que quizás no conoce, pero que existe, es real y le hace ver (leer) el mundo de determinada manera.
Jitrik establece tres tipos básicos de lectura, que suponen otros tantos tipos (o conductas) de lector: 1) literal; 2) indicial y 3) crítica. Cada una de estas lecturas es más profunda que la anterior, de manera que la lectura de tipo literal es superficial y meramente informativa; en la del tipo indicial se intuye una trama de mayor complejidad, aunque el lector no se adentra en ella; y la lectura crítica, a la que «se debería tender de modo que llegue a ser la lectura de todos» (Jitrik, 60), con la cual la complejidad del texto es puesta en evidencia, es analizada, reelaborada y asimilada por el lector.
Conclusión. Es el lector quien elige, una vez más. Y lo hace sabiendo que participa de un juego: el escritor propone, pero el lector, que acepta o no el juego, dispone. Quien lee sabe que asistirá a una mentira, pero acepta el desafío de dejarse engañar y simula que cree en la historia que le están contando. Mientras dura el texto dura el sortilegio, la realidad se suspende y el lector se vuelve también actor, personaje de la historia que lee. La realidad real se imbrica con la realidad de la ficción, y el lector, que al elegir leer inicia el camino lúdico, es juez y parte. El juego termina (y recomienza) en el final del texto, cuando el círculo se cierra a la espera de una nueva convocatoria de lectura. En esa sístole y diástole se desarrolla la actividad de escritura y lectura, como dos pulsiones diferentes pero siempre complementarias.
Bibliografía
1. ACOSTA GÓMEZ, Luis A. (1989). El lector y la obra. Teoría de la recepción literaria. España, Gredos, 1989.
2. BARTHES, Roland (1966). Crítica y verdad. México, Siglo XXI
LECTURA Y LITERATURA JAVIER NAVARRO
RESUMEN
¿Qué es leer? ¿Puede enseñarse la literatura? ¿Cómo? ¿Tiene la epistemología algo que decir con relación a la teoría literaria, o es una mera moda pedante y fastidiosa?
En ninguno de los niveles de la enseñanza nacional se ha reflexionado sobre estos problemas, ni sistemática ni asistemáticamente, ni poco ni mucho, en cambio, sin ninguna racionalización, es decir, irracionalmente, se da por sentado que la literatura puede enseñarse, que leer es una simple técnica neutral y un oficio fácil y que la literatura es lo mismo que su teoría. He aquí una posición epistemológica ingenua, en otros términos, propia del sentido común y la banalidad.
Los problemas que suscita una teoría de la lectura y de la enseñanza no pueden desligarse de una toma de posición epistemológica, vamos a hablar primero de esos fenómenos cotidianos: el acto de leer y la enseñanza de la literatura como de experiencias que requieren ser descriptas desde diversos puntos de vista. La política, el psicoanálisis, la pedagogía, la lingüística, la semiología, etc., nos permitirán quizás pensar lo impensado, antes de proponer estrategias. ¿Es la lectura de un texto, y específicamente de un texto literario, una mera técnica más o menos burda, más o menos sofisticada, incluso perfeccionable (técnicas de lectura veloz) como nos lo propone el sentido común y como lo hemos creído los maestros durante muchos años? Indudablemente, para una buena lectura debe existir un buen manejo técnico, entendiendo por tal la habilidad para manipular el material que se presenta a los ojos del lector. Pero esta habilidad no es meramente mecánica, y no se incrementa por la simple repetición. Se puede leer a diario y leer mal durante toda la vida. Es posible que en el momento en que se aprenda a descifrar el alfabeto, se esté comenzando paradójicamente a entorpecer el proceso de lectura y se esté iniciando al niño en todos los vicios propios del lector adulto medio.
Muchos de esos vicios persistentes obedecen a atrofias de la habilidad técnica (lentitud, lectura de palabra por palabra, pobreza de vocabulario, incapacidad para comprender, etc.) pero pueden obedecer también a atrofias de la habilidad simbólica. No solo en el sentido literal de incapacidad para entender los símbolos, sino también y, especialmente a la incapacidad manifiesta del sujeto para ubicarse a nivel de sus fantasías inconscientes en un mundo de signos del cual él también forma parte puesto que lo constituye como humano, pues toda la cultura es significante. Esta incapacidad "simbólica" que es además, incapacidad de simbolización no es una deficiencia psicológica individual, sino más bien, una estructura de relación frente al lenguaje, de la cual difícilmente se escapa, y hace que casi todos nosotros nos contentemos con las lecturas más simples, puramente denotativas, salvo en los escasos momentos en que nos queremos convertir en lectores "serios", y aún en este caso, a cambio de la denotación solo encontramos muchas veces la confusión y el aburrimiento.
En primer lugar, para que la lectura sea provechosa es necesario desacralizarla. A la lectura hay que pensarla en relación con lo que se lee, con la calidad de las obras leídas. La lectura no es algo por sí mismo bueno, ni una actividad santificadora. Puede ser incluso un medio de alienación más, como la televisión o cualquiera de los medios masivos de comunicación. Podemos incluso hablar, matizando el término, de "alienación" en el sentido psicológico y hacer depender la afición desmedida por la lectura de un factor neurótico. La adicción por la lectura, casi siempre indiscriminada y superficial es una dependencia psicológica y, para no ser severos, en el mejor de los casos, la podríamos comparar con una manía clasificatoria o coleccionista, aunque no siempre el comprador de libros es lector consumado
En segundo lugar, es preciso ligar la actividad intelectual que implica el proceso de leer con el Deseo, con una actividad que no se agote en la repetición, con el goce de descubrir lo misterioso y enigmático. El verdadero deseo de leer "es deseo de violar lo oscuro, deseo de poseer un secreto, de estar en condiciones de ejercer por sí mismo una transformación de lo inerte.
Un deseo de leer que no sea pues un mero deseo obsesivo, una producción intelectual en la que el deseo escapa a la represión y a la compulsión de repetición, en otros términos, la lectura como goce de los sentidos latentes, como reescritura del significante en lo simbólico y por ende como trastorno de la relación imaginaria. El artista, el científico, el filósofo, en su trabajo ejecutan esta transformación constantemente: son productores de sentido, no obsesivos.
El lector se encargará de rellenarse de conocimientos y de placeres mentales. No es cierto. Debemos rechazar la mentira de la lectura fácil. Leer no es asentir, es imaginar. La lectura no debe ser un aburrido hábito, una sosa costumbre ‑aquí preferiríamos la palabra vicio, también inadecuada, pero más ligada al goce y a la transgresión‑ sino más bien una pasión y un juego. De esa manera queremos cuestionar la oposición entre lo fácil y lo difícil.
La oposición existe y a nivel ideológico puede ser útil. En la vida diaria hay cosas más fértiles que otras. Caminar un kilómetro es más fácil que caminar veinte. Leer el periódico es más fácil que leer la "Lógica" de Aristóteles. Sin embargo, los dos tipos de "facilidad" no son comparables. En el primero, la dificultad radica en el desgaste de energía física, en la pereza corporal en el cansancio. En el segundo caso, se trata de "complejidad"; pero la lectura del periódico puede también llegar a ser muy compleja si no nos limitamos a un mero deambular denotativo sobre el discurso periodístico. Una lectura semiológica convertiría la prensa diaria en una generadora de mensajes de una complejidad igual o mayor a la de la "Lógica" de Aristóteles. Pero esta misma lectura semiológica puede reducir la dificultad de la lectura del filósofo proporcionando las claves de sus "sentidos". Así las nociones de "fácil" y "difícil" funcionan en la vida ordinaria con relación a un modelo de "inercia". A mayor gasto de energía y movimiento más dificultad. Todo aquello que patrocina la inercia corporal y mental es denominado fácil. Pero no siempre es más fácil recorrer un kilómetro que veinte. En un partido de fútbol en el que ‑el jugador invierte una energía considerable, y en el que recorre muchos kilómetros, consideraría dificilísimo dejar de jugar solo por el hecho de que ya ha recorrido un kilómetro. Con un ciclista y un niño sucedería algo parecido. Hay personas para las cuales la lectura del periódico es un tormento, un derroche Innecesario de tiempo, una aburridora y monótona costumbre, mientras la lectura de un clásico de la filosofía es una pasión inmensa.
Existen por lo tanto dos factores: la relación con un código, por un lado, y la relación con el afecto, con una pasión, con un deseo. Si faltan los dos todo es difícil, si falta uno de ellos, la dificultad persiste aunque quizás mermada.
Esto nos invita por una parte a pensar en la manera como están hechos los códigos y por la otra, en el "interés" que despierta en el sujeto un código determinado, o, lo que es lo mismo, la cantidad de "libido" que puede dedicarle.
Los códigos más simples están construidos por pares de oposiciones, es decir, por elementos que se contraponen, muy limitados en su número, y por lo tanto en la posibilidad de sus combinaciones previstas y no previstas. La complejidad del código aumenta en la medida en que aumenta el número de elementos y por tanto el número de combinaciones previstas e imprevistas, haciendo que las reglas que delimitan su uso tengan cada vez más precisiones, salvedades y determinaciones. En el juego de cara y sello es casi nula la probabilidad de un imprevisto, pues sus elementos son dos que se excluyen mutuamente. Casi lo mismo sucede con los juegos de dados aunque las posibilidades previstas aumentan consideradamente . En los códigos propiamente dichos como el código de la lengua la posibilidad de combinación es ilimitada y los imprevistos infinitos. Esto hace que la "gramática" o reglas de esas combinaciones sean compleja, y que requiera más tiempo para su comprensión.
La lectura de un texto literario implica el conocimiento de esa compleja gramática de la lengua (en el sentido chomskiano el conocimiento de la gramática es inconsciente), el conocimiento de la "gramática" literaria (en el sentido empleado por Todorov cuando habla de la gramática del Decamerón) y el conocimiento de las posibilidades imprevistas en el código de la lengua ordinaria, de las transgresiones de ese código en los niveles fonético, morfosintáctico y semántico. Esto quiere decir que el texto literario trabaja con códigos (la lengua, la ideología) y destruye códigos produciendo al mismo tiempo códigos nuevos. Estos últimos están muy lejos de ser simples, de ser interpretables de manera bivalente o de ser reductibles a un sentido.
Son códigos abiertos, códigos que no aceptan la oposición simple, ni la exclusión de un elemento por otro. Son códigos y no son códigos, al mismo tiempo. Es por eso por lo que hay que hablar de la lectura como producción y por lo que hay que relacionarla con la escritura. Pensando ésta como reelaboración de otros códigos y como "interpretación", "lectura" de de otros textos. Solo este trabajo de escritura puede ser considerado como un trabajo de lectura real, efectiva.
Pero al hablar de escritura, de lectura, de interpretación, de reelaboración de códigos, es necesario hablar de un "sujeto" que interviene en esos procesos. Aquí tomamos la palabra "sujeto" tal y como la puede explicar el psicoanálisis freudiano: el sujeto es un cuerpo cargado libidinalmente escindido en su aparato psíquico por procesos energéticos de distinto orden que se interrelacionan y en los cuales lo que intercambia son siempre significante vale decir, representaciones ligadas a afectos. Conscientes e inconscientes, estas representaciones además de ser ligadas libidinalmente al cuerpo propio, cargan otros cuerpos y otros objetos. La imposibilidad de interesarnos por algo distinto de nosotros mismos.
Leer y escribir conforman una contradictoria unidad pulsional. Hay por supuesto lectores que no escriben en el sentido estricto del término, pero su labor de desciframiento psicológico y de participación afectiva, su sensibilidad para experimentar espiritualmente, su entrega al goce decodificador constituye casi un equivalente de la lectura activa del que escribe.
De lo anterior se puede deducir que entendemos por lectura: un trabajo de, con, sobre la lengua; un trabajo de "producción de sentidos" ‑como se dice actualmente. Por tanto, no consideramos como trabajo de "producción de sentidos" las lecturas escolares obligatorias, la actividad pasiva realizada con gran tesón por el estudiante en vísperas de un examen, la lectura informativa del periódico o la costumbre de leer los bestsellers para conciliar el sueño.
Entender por lectura como trabajo creador es una lectura plural generadora de goce y transformaciones subjetivas e intersubjetivas, modificadora de las relaciones imaginarias, cuestionadora del orden simbólico, para lo cual tiene que pasar necesariamente por una elaboración secundaria completamente dominada. No todos los efectos de este tipo de lectura en la que el trabajo es juego y deseo de manera Indistinta son necesariamente conscientes, puesto que en sentido estricto solo es consciente una muy pequeña parte de nuestra existencia ordinaria.
El otro tipo de lectura "ingenua" es completamente inconsciente de sus efectos, no sabe que sólo produce aquellos sentidos que ratifican la estructura neurótica del sujeto, que sólo toma los elementos significantes que la compulsión de repetición y el determinismo psíquico utilizan para reprimir al mismo tiempo cualquier otro material "angustiante", "liberado", des equilibrador de la balanza energética del hombre "normal", des articulador de la supuesta verdad constituida y constituyente.
Lectura ingenua no equivale a lectura "inocente". "Cada uno proyecta en el libro lo que es, lo que el mundo ha hecho de él, lo que el mundo le remite " (6). La pretendida inocencia o neutralidad en la lectura es también "interpretación" sola que como “dislocación de las relaciones internas de un texto para someterlo a
Cuando se habla de enseñar de enseñar a leer nos referimos entonces al deseo pedagógico de proporcionarle al estudiante las posibilidades ‑muchas veces negadas por el medio en que vive‑ de descubrir el "placer" de la lectura. Proporcionarle no solamente espacio y comodidad, emulación y estímulos, técnicas de lectura (de dudosa utilidad) sino y fundamentalmente un momento psicológico intra e intersubjetivo, es decir, la oportunidad de descubrir por cuenta propia el goce de la interpretación, de intercambiar, socializándolas, las opiniones y los sentimientos que suscitan los textos, aprender enseñando, leer escribiendo y hablando, producir produciendo. Todo otro intento pedagógico sería restrictivo, represivo y frustratorio. A nadie, creo yo, se le puede exigir que goce, obligarlo a sentir cuando no lo siente, y solo con goce y placer hay producción, lectura, escritura, investigación, aprendizaje.
El propósito de enseñar a leer la literatura se presenta como profundamente conflictivo y paradójico, pues no es la concepción tradicional de enseñar algo al que no sabe nada la que motiva, sino la de facilitar (también en sentido psicoanalítico) a quien ya posee un discurso, el flujo de la significación, el gasto y la transformación de sentidos, la posibilidad de familiarizarse con la lectura plural, con los juegos de palabras y de frases, con los hipo y los hiper‑ sentidos, con lo significante , con la ironía, el sobreentendido, el silencio reticente, los matices, la repetición obsesiva, la alusión política, el paso de la poesía lírica a la narración, y los tropos inagotables.
Conclusión, la pedagogía de la literatura no puede de ninguna manera separarse de una pedagogía de la lectura.
Referencias:
(1) Freud, Sigmund: Un recuerdo infantil de Leonardo de Vinci. Editorial Biblioteca Nueva Tomo V., pág. 1587.
ENCUENTRO DOS: FUNCIONES DEL ENGUAJE
RESUMEN
Teoría
La obra de Jakobson, aunque considerable, es dispersa y no está sistematizada en grandes obras. Consta de 475 títulos, de los que 374 son libros o artículos y 101 son textos diversos (poemas, prefacios, introducciones o artículos periodísticos). Además, buena parte de ella se ha realizado en colaboración con otros autores. Hasta 1939 se ocupa principalmente de poética y teoría de la literatura. En los años americanos domina la lingüística.
Jakobson era un investigador teórico más que un empírico y se siente a gusto en la multidisciplinariedad. Su obra toca simultáneamente las disciplinas de la antropología, la patología del lenguaje, la estilística, el folclore y la teoría de la información. Por ello recurrió a una veintena de colaboradores diferentes en distintas disciplinas. Suya es la primera definición moderna del fonema: "Impresión mental de un sonido, unidad mínima distintiva o vehículo semántico mínimo". Reduce todas las oposiciones fonológicas posibles a solamente doce: vocálico/no vocálico, consonántico/no consonántico, compacto/difuso, sonoro/no sonoro, nasal/oral, etc., lo que ha suscitado muchas objeciones, sobre todo por su carácter reduccionista (se le achaca una tendencia excesiva hacia las clasificaciones binarias, que no siempre se ajustan a una realidad lingüística más variada). Pero fue un pionero de la fonología diacrónica con su trabajo de 1931.
Sus investigaciones sobre el lenguaje infantil fueron también muy innovadoras, al destacar el papel universal que en el mismo tienen las oclusivas y las nasales.
También son modelos, sugerentes y pioneros sus estudios sobre las afasias, en los que deslinda dos tipos de anomalías: las relacionadas con la selección de unidades lingüísticas o anomalías paradigmáticas, y las relacionadas con la combinación de las mismas, o anomalías sintagmáticas. Este estudio provocó un interés apasionado en los neurólogos y los psiquiatras y la renovación de los estudios médicos en este campo.
La estilística y la poética son sin duda las preocupaciones más antiguas y profundas de Jakobson.
Sus teorías se desarrollaron dentro del formalismo ruso, que constituía una reacción contra una tradición de teoría literaria rusa excesivamente dominada por los aspectos sociales, y por tanto concede mucha importancia a las formas, desde las más simples (recurrencias fónicas) a las más complejas (géneros literarios). Sus teorías se presentan fundamentalmente en el artículo "Lingüística y poética", de 1960, incluido en sus Ensayos de lingüística general.
De su teoría de la información, constituida en 1948 y articulada en torno a los factores de la comunicación (emisor, receptor referente, canal, mensaje y código) Jakobson dedujo la existencia de seis funciones del lenguaje: la expresiva, la apelativa, la representativa, la fática, la poética y la metalingüística, completando así el modelo de Karl Bühler.
EL ARTE COMO LENGUAJE: YURI LOTMAN
RESUMEN
El arte es uno de los medios de comunicación. Evidentemente, realiza una conexión entre el emisor y el receptor (el hecho de que en determinados casos ambos puedan coincidir en una misma persona no cambia nada, del mismo modo que un hombre que habla solo une en sí al locutor y al auditor. ¿Nos autoriza esto a definir el arte como un lenguaje organizado de un modo particular?
Todo sistema que sirve a los fines de comunicación entre dos o numerosos individuos puede definirse como lenguaje (como ya hemos señalado, en el caso de la autocomunicación se sobreentiende que un individuo se presenta como dos). La frecuente indicación de que el lenguaje presupone una comunicación en una sociedad humana no es, en rigor, obligatoria, puesto que, por un lado, la comunicación lingüística entre el hombre y la máquina y la de las máquinas entre sí no es en la actualidad un problema teórico, sino una realidad técnica. Por otro lado, la existencia de determinadas comunicaciones lingüísticas en el mundo animal está fuera de dudas. Por el contrario, los sistemas de comunicación en el interior del individuo (por ejemplo, los mecanismos de regulación bioquímica o de señales transmitidas por la red de nervios del organismo) no representan lenguajes.
En este sentido, podemos hablar de lenguas no sólo al referirnos al ruso, al francés, al hindi o a otros, no sólo a los sistemas artificialmente creados por diversas ciencias, sistemas creados para la descripción de determinados grupos de fenómenos (los denominan lenguajes “artificiales” o metalenguajes de las ciencias dadas), sino también al referirnos a las costumbres, rituales, comercio, ideas religiosas. En este mismo sentido, puede hablarse del “lenguaje” del teatro, del cine, de la pintura, de la música, del arte en general como de un lenguaje organizado de modo particular.
Sin embargo, al definir el arte como lenguaje, se expresa con ello unos juicios determinados acerca de su organización. Todo lenguaje utiliza unos signos que constituyen su “vocabulario” (a veces se le denomina “alfabeto”; para una teoría general de los sistemas de signos estos conceptos son equivalentes), todo lenguaje posee unas reglas determinadas de combinación de estos signos, todo lenguaje representa una estructura determinada, y esta estructura posee su propia jerarquización.
Según con este planteamiento del problema permite abordar el arte desde dos puntos de vista diferentes:
Primero, destacar en el arte aquello que lo emparentan con otro lenguaje e intentar describir estos aspectos en los términos generales de la teoría de los sistemas de signos.
Segundo, y basándose en la primera descripción, destacar en el arte aquello que le es propio como lenguaje particular y le distingue de otros sistemas de este tipo.
Puesto que el concepto de “lenguaje” en ese significado específico que se le da en los trabajos de semiología y que difiere sustan-cialmente del empleo habitual, el término que se entiende por lenguaje cualquier sistema de comunicación que emplea signos ordenados de un modo particular. Vistos de esta manera los lenguajes se distinguirán:
Primero, de los sistemas que no sirven como medios de comunicación;
Segundo, de los sistemas que sirven como medios de comunicación, pero que no utilizan signos;
Tercero, de los sistemas que sirven como medios de comunicación, pero que no emplean en absoluto o casi no emplean signos ordenados.
La primera oposición permite separar los lenguajes de aquellas formas de la actividad humana que no están relacionadas de un modo directo y por su finalidad con el almacenamiento y transmisión de información. La segunda permite introducir la siguiente distinción: la comunicación semiológica tiene lugar principalmente entre individuos; la no semiológica, entre sistemas en el interior del organismo. Sin embargo, sería, al parecer, más correcto interpretar esta oposición como antítesis de las comunicaciones al nivel del primero y del segundo sistemas de señales, dado que, por un lado, son posibles relaciones extrasemiológicas entre organismos (particularmente considerables en los animales inferiores, pero se conservan en el hombre en forma de los fenómenos que estudia la telepatía), y por otro, es posible la comunicación semiológica en el interior del organismo. Nos referimos no sólo a la autoorganización por parte del hombre de su mente mediante determinados sistemas semiológicos, sino también a aquellos casos en que los signos irrumpen en la esfera de la señalización primaria (el hombre que “conjura” con palabras un dolor de muelas; que actúa sobre sí mismo con palabras para soportar un sufrimiento o una tortura física).
Si el lenguaje es una forma de comunicación entre dos individuos, deberemos hacer algunas precisiones. Será más cómodo sustituir el concepto de “individuo” por los de “transmisor del mensaje” (remitente) y “receptor del mensaje” (destinatario). Esto nos permitirá introducir en el esquema aquellos casos en que el lenguaje no une a dos individuos, sino a dos mecanismos transmisores (receptores), por ejemplo, un aparato telegráfico y el dispositivo de grabación automática conectado a aquél.
Entonces. Así, el arte puede describirse como un lenguaje secundario, y la obra de arte como un texto en este lenguaje.
Las citas que destacan el carácter indivisible de la idea poética respecto a la estructura peculiar del texto que le corresponde, respecto al lenguaje peculiar del arte. He aquí una anotación de A. Blok (julio de 1917): “Es falso que las ideas se repitan. Toda idea es nueva, puesto que lo nuevo la rodea y le da forma. Para que, resucitado, no pueda levantarse. Que no pueda levantarse del ataúd. (Lermontov, lo he recordado ahora) son ideas totalmente distintas. Lo común en ellas es el ‘contenido’, lo cual prueba una vez más que un contenido informe no existe por sí mismo, no posee peso propio”.
De esta manera el discurso poético representa una estructura de gran complejidad. Aparece como considerablemente más complicado respecto a la lengua natural. Y si el volumen de información contenido en el discurso poético (en verso o en prosa, en este caso no tiene importancia) y en el discurso usual fuese idéntico, el discurso poético perdería el derecho a existir y, sin lugar a dudas, desaparecería. Pero la cuestión se plantea de un modo muy diferente: la complicada estructura artística, creada con los materiales de la lengua, permite transmitir un volumen de información completamente inaccesible para su transmisión mediante una estructura elemental propiamente lingüística. De aquí se infiere que una información dada (un contenido) no puede existir ni transmitirse al margen de una estructura dada. Si repetimos una poesía en términos del habla habitual, destruiremos su estructura y, por consiguiente, no llevaremos al receptor todo el volumen de información que contenía. Así, pues, el método de estudio por separado del “contenido” y de las “particularidades artísticas” tan arraigado en la práctica escolar, se basa en una incomprensión de los fundamentos del arte, y es perjudicial, al inculcar al lector popular una idea falsa de la literatura como un procedimiento de exponer de un modo prolijo y embellecido lo mismo que se puede expresar de una manera sencilla y breve. Si se pudiera resumir en dos páginas el contenido de Guerra y Paz o de Eugenio Oneguin, la conclusión lógica sería: no hay que leer obras largas, sino breves manuales. A esta conclusión empujan no los maestros malos a sus alumnos indolentes, sino todo el sistema de enseñanza escolar de la literatura, sistema que, a su vez, no hace sino reflejar de un modo simplificado y, por tanto, más neto, las tendencias que se hacen sentir en la ciencia de la literatura.
El pensamiento del escritor se realiza en una estructura artística determinada de la cual es inseparable. Decía L. N. Tolstoi acerca de la idea fundamental de Ana Karenina: “Si quisiera expresar en palabras todo lo que he querido decir con la novela, tendría que escribir desde un principio la novela que he escrito las ideas encadenadas entre sí para expresarme; pero todo pensamiento extraordinariamente gráfica la idea de que el pensamiento artístico se realiza a través de la “concatenación” –la estructura– y no existe sin ésta, que la idea del artista se realiza en su modelo de la realidad. Continúa Tolstoi: “... hacen falta personas que demuestren lo absurdo que es buscar ideas aisladas en una obra de arte y dirijan constantemente a los lectores en el infinito laberinto de concatenaciones que constituyen la esencia del arte y en las leyes que forman la base de estas concatenaciones”.
El arte entre otros sistemas semiológicos
El estudio del arte partiendo de las categorías de un sistema de comunicación permite plantear, y en parte resolver, una serie de problemas que habían quedado fuera del campo visual de la estética tradicional y de la teoría de la literatura.
La moderna teoría de los sistemas de signos posee una concepción suficientemente elaborada de la comunicación que permite esbozar los rasgos generales de la comunicación artística. Todo acto de comunicación incluye un remitente y un destinatario de la información. Para que el destinatario comprenda al remitente del mensaje es precisa la existencia de un intermediario común: el lenguaje
En determinado, todo el conjunto del contenido mediante un lenguaje que posea únicamente dos nombres: metales y metaloides, o introduciremos otros sistemas de anotación hasta que lleguemos a la segmentación en elementos y su designación mediante letras aisladas. Es evidente que cada uno de los sistemas de anotación reflejará una determinada concepción científica de clasificación de lo que se designa. De este modo, todo sistema de lenguaje químico es, al mismo tiempo, un modelo de una determinada realidad química. Hemos llegado a una conclusión esencial: todo lenguaje es un sistema no sólo de comunicación, sino también de modelización, o más exactamente, ambas funciones se hallan indisolublemente ligadas.
En ese sentido, el arte se plantea de un modo muy distinto. Aquí, por un lado, se manifiesta una tendencia constante a la formalización de los elementos portadores de contenido, a su fijación, a su transformación en clichés, a la transición completa de la esfera del contenido al campo convencional del código.
Por otro lado, la tendencia a interpretar todo el texto artístico como significante es tan grande que con razón consideramos que en la obra nada es casual. Y volveremos reiteradamente a la afirmación profundamente justificada de R. Jakobson acerca del significado artístico de las formas gramaticales en el texto poético, así como a otros ejemplos de semantización de los elementos formales del texto en el arte.
Evidentemente, la correlación de estos dos principios en diversas formas históricas y nacionales del arte será diferente. Pero su existencia e interrelación son constantes. “En la obra de arte todo corresponde al lenguaje artístico” y “En la obra de arte todo es mensaje”, la contradicción en que incurrimos será sólo aparente.
Surge naturalmente la cuestión: ¿no se podría identificar el lenguaje con la forma de la obra de arte y el mensaje con el contenido y no desaparecería entonces la afirmación de que el análisis estructural elimina el dualismo del examen del texto artístico desde el punto de vista de la forma y el contenido? Es evidente que no se puede hacer semejante identificación. Ante todo porque el lenguaje de una obra de arte no es en modo alguno “forma”, si conferimos a este concepto la idea de algo externo respecto al contenido portador de la carga informacional. El lenguaje del texto artístico es en su esencia un determinado modelo artístico del mundo y, en este sentido, pertenece, por toda su estructura, al “contenido”, es portador de información. Ya señalado que el modelo del mundo que crea el lenguaje es más general que el modelo de mensaje profundamente individual en el momento de su creación. Ahora conviene indicar otra circunstancia: el mensaje artístico crea el modelo artístico de un determinado fenómeno concreto; el lenguaje artístico construye un modelo de universo en sus categorías más generales, las cuales, al representar el contenido más general del mundo, son la forma de existencia de objetos y fenómenos concretos. De este modo, el estudio del lenguaje artístico de las obras de arte no sólo nos ofrece una cierta norma individual de relación estética, sino que asimismo reproduce el modelo del mundo en sus rasgos más generales. Por eso, desde determinados puntos de vista, la información contenida en la elección del tipo de lenguaje artístico se presenta como la esencial. La elección, por parte del escritor, de un determinado género, estilo o tendencia artística supone asimismo una elección del lenguaje en el que piensa hablar con el lector. Este lenguaje forma parte de una completa jerarquía de lenguajes artísticos de una época dada, de una cultura dada, de un pueblo dado o de una humanidad dada (al fin y al cabo surge también este planteamiento de la cuestión). Aquí es preciso tener en cuenta un rasgo esencial al que todavía volveremos: el lenguaje de una ciencia dada es para ella único, ligado a un objeto y aspecto particulares que le son propios. La transcodificación de una lengua a otra, extraordinariamente productiva en la mayoría de los casos, y que surge en relación con problemas interdisciplinarios, descubre en un objeto que parecía único los ejemplos de dos ciencias o conduce a la creación de una nueva rama del conocimiento y de un nuevo metalenguaje que le es propio.
En el lenguaje del arte, con su doble finalidad de modelización simultánea del objeto y del sujeto, tiene lugar una lucha constante entre la idea acerca de la unicidad del lenguaje y la idea de la posibilidad de elección entre sistemas de comunicación artísticos en cierto modo equivalente. En un polo se halla la reflexión que ya preocupaba al autor del Cantar de las huestes de Igor: cantar “según las bilinas de la época” o “según lo entendía Bayan”; en el otro polo, la afirmación de Dostoievski: “Yo incluso creo que para diferentes formas de arte existen las correspondientes series de ideas poéticas hasta el punto de que ninguna idea se puede expresar en forma distinta a la que le corresponde”.
El concepto de lenguaje del arte literario
El concepto de “lenguaje del arte” es evidente que la literatura, como una de las formas de comunicación de masas, debe poseer su propio lenguaje. “Poseer su propio lenguaje”: esto significa tener un conjunto cerrado de unidades de significación y de las reglas de su combinación que permiten transmitir ciertos mensajes.
Pero la literatura ya se sirve de uno de los tipos de lenguaje: la lengua natural. ¿Cuál es la correlación existente entre el “lenguaje de la literatura” y la lengua natural en que la obra está escrita (ruso, inglés, italiano o cualquier otra) Entonces la literatura se expresa en un lenguaje especial, el cual se superpone sobre la lengua natural como un sistema secundario. Por eso la definen como un sistema modelizador secundario. Desde luego, la literatura no es el único sistema modelizador secundario, pero su estudio dentro de esta serie de sistemas nos llevaría demasiado lejos de nuestro objetivo inmediato.
Decir que la literatura posee su lenguaje, lenguaje que no coincide con la lengua natural, sino que se superpone a ésta, significa decir que la literatura posee un sistema propio, inherente a ella, de signos y de reglas de combinación de éstos, los cuales sirven para transmitir mensajes peculiares no transmisibles por otros medios. Intentaremos demostrarlo.
Cabe señalar que los signos en el arte no poseen un carácter convencional, como en la lengua, sino icónico, figurativo. Evidente por lo que se refiere a las artes figurativas, aplicada a las artes verbales arrastra una serie de consecuencias esenciales. Los signos icónicos se construyen de acuerdo con el principio de una relación condicionada entre la expresión y el contenido. Por ello es generalmente difícil delimitar los planos de expresión y de contenido en el sentido habitual para la lingüística estructural. El signo modeliza su contenido. Se comprende que, en estas condiciones, se produzca en el texto artístico la semantización de los elementos extrasemánticos (sintácticos) de la lengua natural. En lugar de una clara delimitación de los elementos semánticos se produce un entrelazamiento complejo: lo sintagmático a un nivel de la jerarquía del texto artístico se revela como semántico a otro nivel.
De este modo, todo texto artístico se crea como un signo único. Aun representando un solo signo, el texto sigue siendo un texto (una secuencia de signos) en una lengua natural y por ello conserva la división en palabras-signos del sistema lingüístico general. Surge así ese fenómeno característico del arte por el cual un mismo texto, al aplicarle diferentes códigos, se descompone distintamente en signos.
Las reglas de la sintagmática del texto están asimismo relacionadas con esta tesis. No se trata únicamente de que los elementos semánticos y sintagmáticos sean mutuamente convertibles, sino también de que el texto artístico se presenta simultáneamente como conjunto de frases, como frase y como palabra. En cada uno de estos casos el carácter de las conexiones sintagmáticas es distinto.
Sobre la pluralidad de los códigos artísticos
La comunicación artística posee una interesante peculiaridad: los tipos habituales de conexión conocen únicamente dos casos de relaciones del mensaje en la entrada y salida del canal de comunicación: la correspondencia y la no correspondencia. Esta última se considera un error y surge a causa del “ruido en el canal de conexión”, es decir, diversas circunstancias que obstaculizan la transmisión. Las lenguas naturales se aseguran contra las deformaciones gracias al mecanismo de redundancia, una especie de reserva de estabilidad semántica.
Se trata de que, en una serie de casos, el receptor del texto se ve obligado no sólo a descifrar el mensaje mediante un código determinado, sino también establecer en qué “lenguaje” está codificado el texto.
Es preciso distinguir los siguientes casos:
I. a) El receptor y el transmisor emplean un código común: sin duda se sobreentiende que existe un lenguaje artístico común, tan sólo el mensaje es nuevo. Este es el caso de todos los sistemas artísticos de “identidad estética”. Cada vez la situación de la realización, la temática y otras condiciones extratextuales sugieren infaliblemente al oyente el único lenguaje artístico posible del texto dado.
b) Una variedad de este caso será la percepción de los modernos textos de masas hechos de clichés. Pero si en el primer caso ello supone la condición para establecer la comunicación artística y como tal se destaca por todos los medios, en el segundo caso el autor se esfuerza por disimular este hecho: confiere al texto los rasgos falsos de otro cliché o sustituye un cliché por otro. En este caso el lector, antes de recibir el mensaje, debe elegir entre los lenguajes artísticos de que dispone aquel en el que está codificado el texto o una parte del mismo. La propia elección de uno de los códigos conocidos produce una información suplementaria. Sin embargo, su magnitud es insignificante, puesto que la lista a partir de la cual se efectúa la elección es siempre relativamente pequeña.
II. Muy distinto es el caso en que el oyente intenta descifrar el texto recurriendo a un código distinto al del creador. Aquí son igualmente posibles dos tipos de relaciones.
a) El receptor impone al texto su lenguaje artístico. En este caso el texto se somete a una transcodificación (a veces incluso a una destrucción de la estructura del transmisor). La información que intenta recibir el receptor es un mensaje más en un lenguaje que ya conoce. En este caso se maneja el texto artístico como si de un texto no artístico se tratara.
b) El receptor intenta percibir el texto de acuerdo con los cánones que ya conoce, pero el método de pruebas y errores le convence de la necesidad de crear un código nuevo, desconocido para él. Tienen lugar aquí una serie de procesos de interés. El receptor entra en pugna con el lenguaje del transmisor y puede resultar vencido en esta lucha: el escritor impone su lenguaje al lector, el cual lo asimila, lo convierte en su instrumento de modelización de la vida. Sin embargo, es más frecuente, al parecer, en la práctica, que en el proceso de asimilación el lenguaje del escritor se deforme, se someta a una especie de criollización de los lenguajes ya existentes en el arsenal de la conciencia del lector. Surge aquí una cuestión fundamental: este proceso posee, al parecer, sus leyes selectivas. En general, la teoría de la mezcla de las lenguas, esencial para la lingüística, deberá desempeñar un enorme papel en el estudio de la percepción del lector.
Otro caso de interés: la relación entre lo casual y lo sistemático en el texto artístico posee distinto significado para el transmisor y para el receptor. Al recibir un mensaje artístico, para cuyo texto debe aun elaborar el código para descifrarlo, el receptor construye un determinado modelo. Pueden surgir aquí sistemas que organicen los elementos casuales del texto confiriéndoles significación. De este modo, al pasar del emisor al receptor, puede aumentar el número de elementos estructurales significativos. Es éste uno de los aspectos de un fenómeno complejo y hasta ahora poco estudiado como es la capacidad del texto artístico para acumular información.
La magnitud de la entropía de los lenguajes artísticos del autor y del lector
El problema de la correlación entre el código artístico sintético del autor y el analítico del lector posee otro aspecto. Ambos códigos representan una construcción jerárquica de gran complejidad.
El problema se ve complicado por el hecho de que un mismo texto real puede, a distintos niveles, estar supeditado a diversos códigos (este caso, bastante frecuente, no lo estudiaremos más adelante por razones de simplificación).
Para que un acto de comunicación tenga lugar es preciso que el código del autor y el código del lector formen conjuntos intersacados de elementos estructurales, por ejemplo, que el lector comprenda la lengua natural en la que está escrito el texto. Las partes del código que no se entrecruzan constituyen la zona que se deforma, se somete al mestizaje o se reestructura de cualquier otro modo al pasar del escritor al lector.
Al parecer toda la información que entra en la conciencia del hombre se organiza en una jerarquía determinada, y el cálculo de su cantidad tiene sentido únicamente en el interior de los niveles, ya que sólo en estas condiciones se observa la homogeneidad de los factores constitutivos. La cuestión de cómo se forman y se clasifican estas jerarquías de valores pertenece a la tipología de la cultura y debe excluirse de la presente exposición.
Por consiguiente, al abordar los cálculos de la entropía de un texto artístico, se deben evitar las confusiones:
a) de la entropía del código del autor y del lector,
b) de la entropía de los diferentes niveles del código.
El primero en plantear el problema A. N. Kolmogorov constituyó la base de los trabajos de sus alumnos y, en lo fundamental, determinó la actual orientación de los estudios de lingüística estadística en la poética soviética contemporánea.
A. N. Kolmogorov diseñó y resolvió el problema de la definición estrictamente formal de una serie de conceptos de partida de la ciencia del verso. Seguidamente, apoyándose en un amplio material estadístico, se estudiaron las probabilidades de aparición de determinadas figuras rítmicas en un texto no poético (no artístico), así como las probabilidades de diversas variaciones dentro de los tipos fundamentales de la métrica rusa. Puesto que estos cálculos métricos daban invariablemente características dobles: de los fenómenos del substrato fundamental y de las desviaciones del mismo (el sustrato de la norma lingüística general y el discurso poético como caso individual; las normas estadísticas medias del yambo ruso y las probabilidades de aparición de variedades aisladas, etc.), surgía la posibilidad de valorar las posibilidades informacionales de una determinada variedad de discurso poético. Con ello, a diferencia de la ciencia del verso de la década de los años 1920, se planteaba el problema de la capacidad de contenido de las formas métricas y, al mismo tiempo, se avanzaba hacia la medición de este contenido con los métodos de la teoría de la información.
La aplicación por parte de A. N. Kolmogorov de los métodos teórico-infor- macionales al estudio de los textos poéticos hizo posible la medición exacta de la información artística. Es preciso destacar aquí la extraordinaria prudencia del investigador, quien puso en guardia reiteradamente contra el excesivo entusiasmo por los todavía bastante modestos resultados del estudio matemático-estadístico, teórico-informacional y, en definitiva, cibernético, de la poesía. “La mayor parte de los ejemplos de modelización en las máquinas de los procesos de creación artística, citados en las obras de cibernética, nos sorprenden por su carácter primitivo (compilación de melodías con fragmentos de cuatro o cinco notas tomados de unas decenas de conocidas melodías, etc.). En las publicaciones no cibernéticas el análisis formal de la creación artística hace tiempo que ha alcanzado un nivel elevado. La inclusión en estas investigaciones de las ideas de la teoría de la información y de la cibernética puede ser de gran utilidad. Pero un avance real en esta dirección exige una elevación esencial del nivel de los intereses y de los conocimientos humanísticos entre los investigadores en cibernética.”
Partiendo de que el modelo de A. N. Kolmogorov no tiene como finalidad reproducir el proceso de creación individual que, claro está, transcurre de un modo intuitivo y por múltiples vías difícilmente definibles, sino que nos ofrece únicamente un esquema general de aquellas reservas del lenguaje a costa de las cuales tiene lugar la creación de la información poética, intentemos interpretar este modelo a la luz del hecho indiscutible de que la estructura del texto, desde el punto de vista del remitente, difiere en su tipo del enfoque que a este problema da el destinatario del mensaje artístico.
Así, el escritor, al agotar la capacidad semántica del lenguaje, construye un cierto pensamiento y, a expensas del agotamiento de la flexibilidad del lenguaje, elije los sinónimos para su expresión. En este caso el escritor es realmente libre para sustituir algunas palabras o partes del texto por otras semánticamente equivalentes. Basta con echar una mirada a los borradores de muchos escritores para comprobar este proceso de sustitución de algunas palabras por sus sinónimos. Sin embargo, al lector el cuadro se le presenta de un modo distinto: el lector considera que el texto que se le ofrece (si se trata de una obra de arte perfecta) es el único posible –"no se puede quitar ni una sola palabra de la canción"–. La sustitución de una palabra en el texto no supone para él una variante del contenido, sino un contenido nuevo. Si llevamos esta tendencia a un extremo ideal, podemos afirmar que para el lector no existen sinónimos. En cambio, se amplía considerablemente para él la capacidad semántica del lenguaje. Se puede decir en verso aquello que los no-versos no tienen medios de expresar. La simple repetición de una palabra varias veces la convierte en desigual a sí misma. De este modo, la flexibilidad del lenguaje (h2) se transforma en una cierta capacidad complementaria de significado, creando una peculiar entropía del "contenido poético". Pero el propio poeta es oyente de sus versos y puede escribirlos guiado por la conciencia de lector. En este caso las posibles variantes de texto dejan de ser equivalentes desde el punto de vista del contenido: semantiza la fonología, la rima, las consonancias le sugieren la variante a elegir del texto, el desarrollo del argumento cobra autonomía, como cree el autor, respecto a su voluntad. Esto significa el triunfo del punto de vista del lector, quien percibe todos los detalles del texto como portadores de significado.
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